Aventuras de Don Quijote


En cierto lugar de la Mancha vivía un caballero de edad madura cuyos pensamientos eran más elevados que sus recursos. Las personas que vivían en su casa eran una sobrina, un ama y un mozo de campo y plaza. Las tres cuartas partes de su renta se gastaban en la comida, la cual era muy pobre. El resto se invertía en un sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas y un traje de vellón de lo más fino para diario.

Frisaba su edad en los cincuenta años y era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.

Se pasaba la mayor parte del tiempo leyendo libros acerca de las valerosas hazañas ejecutadas por caballeros en los tiempos heroicos. Tanto lo absorbían estas lecturas, que vendió gran parte de su patrimonio para poder comprar libros de caballerías.

Era tan querido y respetado por todos los que le conocían, que no solamente su sobrina y los criados se alarmaron al ver su extravagante conducta, sino que también los vecinos se interesaron por su bienestar. Pues mientras los libros que él desechaba eran de valor, compraba otros de poco merecimiento, y se ofuscó de tal manera con ellos, que era incapaz de distinguir los buenos de los malos.

Por último se convenció de que el único recurso que le quedaba era hacerse caballero andante, armarse a la antigua usanza y lanzarse por el mundo en busca de aventuras para enderezar toda clase de entuertos y ganar nombre y honores.

Rematado su juicio, lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, y que, llenas de moho, hacía años yacían abandonadas en un rincón de la casa. Así que las hubo limpiado y arreglado lo mejor que pudo, vio que el casco no tenía celada de encaje, y le puso una de cartón. Luego, deseoso de ver si era resistente, desenvainó la espada y probó su filo en el cartón. Al primer tajo deshizo en un punto lo que había hecho en una semana. No obstante, sin desconcertarse por este desastre, hizo otra visera, y la reforzó por dentro con barras delgadas de hierro. Satisfecho de su obra, pensó luego en su caballo. Había en su establo un animal de aspecto macilento, del cual, sin embargo, estaba el hidalgo convencido que podía compararse favorablemente con cualquiera de los famosos corceles celebrados en los libros de caballerías. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre convendría a tan hermosa criatura. Decidió llamarlo Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que era ahora, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote de la Mancha, que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria. Luego entendió que no le faltaba sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero amante sin amores era árbol sin flores y fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: "Si me encuentro por ahí con algún gigante y le derribo de un encuentro o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora?" Pues bien, aconteció por casualidad que en un lugar cercano del suyo había una moza labradora de muy buen parecer y cuyo nombre era Aldonza Lorenzo. Pensó que le serviría admirablemente con sólo que tuviera un nombre más adecuado a una princesa o gran señora, y así vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso. Hechas, pues, estas prevenciones, se armó de todas sus armas, y una hermosa mañana de julio, montado en Rocinante, salió secretamente en busca de su primera aventura. Conforme iba cabalgando se le ocurrió repentinamente el pensamiento de que jamás había sido armado caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y puesto que no lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganara. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topare. En cuanto a las armas, pensaba, en teniendo lugar, limpiarlas de manera que quedaran más blancas que el armiño. Al anochecer vio, no lejos del camino por donde iba, no otra cosa que una modesta venta.