Los muchachos hostigaban a David con motivo de su cartel


Fueron, en realidad, terribles los primeros días de escuela para David, mayor de los muchachos de la escuela, trabó pronto amistad con David, y con la mejor gana del mundo le procuró lo que necesitaba con los siete chelines que David tenía guardados desde que los había recibido de su madre y Peggotty.

Steerforth hizo ciertamente la vida de su amiguito más agradable de lo que le hubiera sido sin su amistad; y pues era un muchacho muy pundonoroso, y ningún castigo podía haber igualado en su efecto brutal al ideado y prescrito por el señor Murdstone. El pobre escolar pasó muchos días tristísimos, por el terror de lo que sucedería cuando volviera a inaugurarse el curso y los otros alumnos hallaran en él un motivo de risa y chacota. Pero, cuando llegaron y dieron en gritarle: “Toma, chucho”, sufrió mucho más de lo que había temido en su soledad. Sin embargo, el guapo chico Santiago Steerforth, el David Copperfield empezó a mirarlo con cierta admiración respetuosa, a la cual Steerforth parecía corresponder con algún cariño. Leían cuentos juntos y en realidad procuraban aprovecharse lo mejor posible de tan incómoda y mal atendida escuela; pero Steerforth, que era mucho mayor que los otros muchachos, y gozaba de gran ascendiente con el abyecto Creakle, abusó de tal circunstancia, Sosteniendo una disputa con el señor Mell, y de resultas de ella, fue despedido del colegio. Ni este indicio de que Steerforth podía ser tan cruel como bondadoso hizo vacilar la confianza de David en su amigo, quien continuó mereciendo su admiración; mientras Traddles, otro compañero que parecía ser el más desgraciado de los pequeños, era también muy amigo suyo.

Al cabo de seis meses, se le permitió ir a su casa por las vacaciones; no poco hubo de sorprenderlo hallar a su madre criando a una hermanita que había nacido mientras él estaba en el pensionado de Salem. La buena señora se esforzó cuanto pudo por parecer feliz; pero el mismo muchacho pudo ver que no lo ora. Además, eso de que el señor Murdstone lo mandase como a un perro y no le permitiese tratar amigablemente con Peggotty, su antigua ama de cría, le hacía su casa casi más insoportable que el pensionado de Salem, al cual se alegró de volver al terminar sus desdichadas vacaciones; pero a los dos meses de haber vuelto a la escuela, su madre y hermanita murieron, y David tuvo que hacer el largo viaje en coche a Blunderstone para asistir a los funerales. El consuelo único que tuvo en su dolor fue la fiel Peggotty, la cual odiaba a los Murdstone tanto como había amado a David y a su llorada madre.

Por supuesto, Peggotty fue despedida de la casa tan pronto como la madre de David estuvo enterrada, pues el señor Murdstone y su hermana sólo le habían permitido quedarse antes porque su difunta dueña no había tenido otra criada en toda su vida de casada. En cuanto a David, se interesaban tan poco los Murdstone por él, que no opusieron reparo alguno en que Peggotty se lo llevase consigo por algún tiempo a casa de su hermano, el señor Peggotty, en la costa, cerca de Yarmouth, casa que denominaban “El Arca” y era una vivienda de rarísimo aspecto.

Consistía simplemente en un antiguo bajel de madera, invertido, con una chimenea fijada en la parte que había servido de quilla. David quedó al punto prendado de esta morada.

“Si hubiera sido el palacio de Aladino, con el huevo del roe y todo, o cualquiera otra vivienda fantástica, no me habría encantado más la romántica idea de vivir en ella. A un lado tenía cortada una deliciosa entrada; había un techo interior y pequeñas ventanas, pero su admirable encanto provenía particularmente de que era un barco verdadero que había estado en el agua, sin duda, centenares de veces, y que no había sido nunca destinado a vivienda en tierra firme, y este pensamiento me cautivaba. Si se la hubiese construido para vivir en ella, me hubiera podido parecer pequeña, incómoda o solitaria; pero, no habiendo sido nunca proyectada para tal servicio, venía a ser una morada perfecta.

“Estaba muy limpia en el interior, y tan ordenada como era posible. Había una mesa, un reloj holandés y una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja para el té con un dibujo que representaba a una señora con sombrilla, paseando con un muchacho de aire marcial que redoblaba en un tambor. La bandeja se mantenía derecha por una Biblia; y, si se hubiese tumbado, hubiera roto varias tazas y platillos y una tetera, que estaban agrupados alrededor del libro. En las paredes algunos cuadros de colores ordinarios, con marco y vidrio, sobre asuntos de la Sagrada Escritura.

“Todo esto lo vi de una ojeada después de transponer el umbral -con la visión del niño, según mi teoría-, y luego Peggotty abrió una pequeña puerta y me enseñó mi alcoba.