Diario de un estudiante italiano


Al conducirme mi madre a la escuela municipal, para ingresar en la tercera clase elemental, mi alma estaba llena de los recuerdos del campo, y la escuela no tenía para mí ningún encanto.

Fuera, en la calle, en el vestíbulo y en las escaleras, se veían multitud de niños con sus padres, y yo encontré a muchos de mis condiscípulos de los años anteriores. Todos nos sentíamos tristes, al tener que dejar al bondadoso maestro que nos había enseñado en la segunda clase. Durante la tarde, me repetí constantemente a mí mismo que, ante mis ojos no se ofrecía otra perspectiva que la de nueve meses lúgubres de escuela, con sus días interminables, tareas en casa y exámenes todos los meses.

Pronto empecé a querer al nuevo maestro. Era de alta estatura, y tenía largos cabellos grises, nunca se reía, y su voz era ruda; pero empezó a mirarnos detenidamente uno a uno, como si quisiera leer nuestros pensamientos. Después del dictado nos dijo con tono lento y bondadoso: "No tengo familia; pero la clase será mi familia, y me sentiré orgulloso de vosotros". Levantóse y dejó la clase.