La terrible lucha entre Colmillo Blanco y el foragido Jim hall


Una de tales noches, mientras toda la casa dormía. Colmillo Blanco se despertó y quedóse echado muy quieto. Y del mismo modo olfateó el aire y leyó el mensaje que éste traía de la presencia de un extraño, y aun más: sus oídos percibieron los apagados rumores producidos por sus movimientos. No prorrumpió el animal en furiosos ladridos. No era ésa su forma de ser. El forastero avanzaba suavemente, pero más suavemente aun comenzó a caminar Colmillo Blanco, libre del roce de las ropas que el otro no podía evitar al moverse. Lo siguió, pues, con sigilo. En la selva había cazado carne viva, infinitamente más celosa de su integridad física, que se azoraba al menor ruido y conocía además la ventaja de la sorpresa.

El forastero se detuvo al pie de la gran escalera y escuchó. Colmillo Blanco habíase quedado como muerto, sin hacer el más mínimo movimiento, mientras vigilaba y esperaba. Escaleras arriba se abría el camino que llevaba a las habitaciones del maestro de amor y de los seres a quienes más quería. Erizáronsele los pelos, pero siguió esperando. El forastero levantó un pie. Comenzaba su ascenso.

Entonces Colmillo Blanco atacó sin previo aviso, sin ningún gruñido que indicara lo que iba a hacer. Se puso en dos patas y se abalanzó de un salto yendo a caer sobre la espalda del intruso. Aferróse con las patas delanteras a los hombros del desconocido y, al mismo tiempo, le sepultó los colmillos en la nuca. Quedóse allí colgado por un momento lo suficientemente largo como para arrastrar a su víctima, haciéndola caer de espaldas. Juntos se desplomaron sobre el piso. Saltó el lobo, apartándose, y, mientras el hombre luchaba por levantarse, volvió a atacar salvajemente con sus filosos colmillos.

Sierra Vista se despertó alarmada. La batahola que subía de la planta baja parecía producida por veinte fieras peleando. Oyéronse tiros de revólver; la voz de un hombre, llena de horror y angustia; terribles gruñidos y, por encima de todo, un gran estrépito de muebles que se astillan y cristales que se hacen añicos.

Pero casi tan repentinamente como se había desencadenado cesó la conmoción. La pelea no había durado más de tres minutos. Los moradores de la casa, asustados, se habían reunido en el extremo superior de la escalera. Desde abajo, surgiendo de eso tenebroso abismo, llegaba hasta ellos un rumor similar a un burbujeo, como el que produce el aire a través del agua, aunque también disminuyó rápidamente hasta cesar. Luego nada se elevó de las tinieblas, salvo el fatigoso resuello de una criatura que apenas respiraba.

Weedon Scott apretó un botón, y la escalera y el vestíbulo de la planta baja se inundaron de luz. Entonces él y el juez Scott, revólver en mano, descendieron cautelosamente. No necesitaban tanta precaución, pues Colmillo Blanco había hecho su parte. En medio de todo aquel desastre de muebles caídos y destrozados, casi de lado y con el rostro oculto por un brazo, yacía un hombre. Weedon Scott se inclinó, retiró el brazo y volvió hacia arriba el rostro del caído. El cuello abierto indicaba cuál había sido la causa de su muerte, ¡Jim Hall! exclamó asombrado el juez Scott, y padre e hijo se miraron significativamente por encima del cadáver.