La ciencia ha descubierto en qué consisten las lluvias de estrellas


La velocidad de esas piedras del cielo ha sido determinada por medio de fotografías especiales. Se sabe así que atraviesan las regiones más altas de la atmósfera a razón de 50 ó 60 kilómetros por segundo. Tales velocidades resultan de la composición de la velocidad de la Tierra en su órbita -30 kilómetros por segundo-, y la que es propia del corpúsculo. La energía que corresponde a esas velocidades es altísima, y se comprende que alcance para elevar la temperatura del corpúsculo a más de 2.000°C. Hay que destacar que la caída de estos corpúsculos se produce tanto de día como de noche: como el trazo luminoso que dejan es muy poco intenso, sólo se ve claramente en noches lo suficientemente cerradas.

Si la Tierra no tuviese atmósfera, el suelo estaría constantemente sometido al bombardeo de meteoritos grandes y pequeños. Es lo que ocurre en el caso de nuestro satélite, la Luna.

La presencia de la atmósfera, imprescindible para mantener la vida, constituye también una magnífica coraza que desmenuza a la enorme mayoría de meteoritos que se precipitan hacia el suelo.

Si bien las estrellas fugaces se observan en forma esporádica, y se las ve surcar el cielo en cualquier dirección, algunas veces se presentan en gran cantidad, en forma de lluvia, que emana de una región determinada llamada punto radiante. En algunas noches del mes de noviembre de ciertos años, se las ve caer por centenares, y constituyen un espectáculo espléndido. Si bien todos los años, aproximadamente para la misma fecha, se repiten tales lluvias, las más notables se suceden, con alguna regularidad, al término de un período de treinta y tres años.

Los registros más antigües referentes a tales observaciones son de fines del siglo vi de nuestra era. ¿A qué responde este fenómeno celeste?

Tal como la Tierra y los demás planetas, los meteoritos cumplen su órbita alrededor del Sol. Son órbitas de tipo alargado, como las que recorren los cometas. Muchas son las evidencias que vinculan a los cometas con los meteoritos. La principal es que en la órbita de un cometa desaparecido, se encuentra ahora un enjambre de meteoritos. Lo propio debe de haber ocurrido con muchos otros cometas de tiempos pasados, que dejaron en su lugar multitud de pequeños fragmentos. Debido a cierta irregularidad en la velocidad de cada trozo, tienen que haberse ido distribuyendo a lo largo de la órbita. Así es, por lo menos, de presumir.

Supongamos ahora que la órbita de uno de esos enjambres cruza la de la Tierra, tal como lo explica el grabado adjunto. Sabemos que la Tierra describe su órbita en un año, razón por la cual cada mes de todos los años ocupa la misma posición de su órbita. Si la Tierra cruza la órbita de los meteoritos en el mes de noviembre de un año, probablemente también la cruzará en el mes de noviembre de los años sucesivos. Como la órbita está constantemente recorrida por los meteoritos, una buena cantidad de ellos se precipitan como lluvia de estrellas al cruzarse con la Tierra. ¿Por qué estas lluvias son más intensas cada treinta y tres años? Precisamente porque en ese tiempo se cumple el trayecto del grueso de los meteoritos por su alargada órbita, y es claro que a tal intervalo de tiempo la Tierra se encuentra con la concentración mayor del enjambre. Aunque estos enjambres de meteoritos no tienen nada que ver con las estrellas, cuando se precipitan en forma de lluvia de estrellas fugaces, lo hacen desde una determinada dirección -el punto radiante aludido-, que es la del movimiento que poseen. Al observador le parece, pues, que cada lluvia de estrellas se produce, en la fecha correspondiente, siempre desde el mismo lugar del cielo. Por eso se designa a las lluvias de estrellas, y a los conjuntos de meteoritos que las originan, con el nombre de las constelaciones de las cuales parecen provenir. Se habla así de las Leónidas, que parecen venir de la constelación de León, y de las Perseidas, que parecen venir de Perseo. Otro notable enjambre es el de las Biélidas; pero en este caso no se piense que tal enjambre recibe el nombre de una constelación: responde, en verdad, a un motivo más extraño, pues deriva del nombre del cometa Biela. Este viajero del espacio, que había visitado la Tierra en varias oportunidades, desapareció hace tiempo misteriosamente; en su lugar ha quedado un enjambre de meteoritos, que en parte se precipitó sobre nuestro planeta, precisamente en las fechas en que tendría que haber retornado el cometa.

A través de todo lo que hemos visto, llegamos a la conclusión de que, aparte de los grandes cuerpos celestes que giran en torno del Sol y que podemos contar con los dedos de la mano, y que a su vez están rodeados de cuerpos más pequeños, existen millones y millones de trozos de menor tamaño. Algunos son tan grandes come planetoides, pero la enorme mayoría son corpúsculos sumamente pequeños. Muchas son las razones para suponer que todo el espacio interplanetario, que tan vacío parece, está inundado de un fino polvillo cósmico. No se sabe todavía mucho acerca de la historia de este polvillo cósmico. Hay autores que consideran que una gran masa de polvo cósmico es la que originó, al concentrarse, tanto el Sol como los planetas. Pero, tal como lo hemos dicho anteriormente, no existe confirmación de esta interesante y audaz teoría.