LA FIEBRE AMARILLA EN BUENOS AIRES


Terribles fueron los estragos causados por la epidemia de fiebre amarilla que afligió a la población de Buenos Aires, en el año 1871. La hermosa y animada ciudad del Plata viose diezmada por el terrible azote de una peste que se cebó en las vidas de sus habitantes, segando preciosas existencias, cuyos trabajos y desvelos tanto contribuían al florecimiento de su industria y comercio, no menos que a su desarrollo intelectual y artístico.

Fue una época de desgracia y de luto; y tan hondas huellas dejó, que aun hoy día se recuerdan con un sentimiento de medrosa tristeza. Hombres y mujeres, grandes y pequeños, niños y viejos caían al golpe de aquella plaga mortífera que se extendía como torrente asolador, asaltando por igual la modesta vivienda del pobre y el suntuoso palacio del potentado. Nada respetó la horrible epidemia: el inocente y tierno infante, que aún no había gustado las alegrías del vivir; el robusto adolescente, orgullo y esperanza de sus progenitores; el joven animoso, a quien sonreía en lontananza un brillante porvenir; el hombre en plena madurez, entregado a la realización de proyectos por largo tiempo acariciados, todos sucumbieron a la irresistible virulencia de la enfermedad.

La mortandad llegó a ser tan grande, que se recogían a montones los cadáveres, y por dondequiera que la vista se fijara escudriñadora en cualquier casa de aquellas calles, poco antes tan populosas, tropezaba con el fúnebre cuadro de la muerte. Los testigos de estas lamentables escenas, esquivando, por natural instinto de conservación, la presencia de los apestados, alejábanse de ellos con medroso apresuramiento; y mientras los sanos procuraban escapar de la miseria y del dolor, morían muchos enfermos en el más completo desamparo.

Nubes de pesada fetidez envenenaban el aire, invadían las casas y envolvían a los vivos en estremecimientos de horror. Duelo, silencio y soledad reinaban por doquiera; y tal llegó a ser el número de cadáveres, que el personal ordinario dedicado al sepelio no daba abasto a enterrarlos en los ya repletos cementerios. Hubo un día, en que los cadáveres que aguardaban sepultura ascendieron a 700; y, para colmo de males, las defunciones ocurridas entre los operarios, accidentalmente contratados para ayudar a los enterradores en su fúnebre tarea, se multiplicaron de tal manera, que aquéllos, temerosos del contagio, se negaron a seguir trabajando en tan peligroso oficio.

Esta resuelta decisión de los enterradores auxiliares revistió la mayor importancia en aquel espantoso conflicto, pues a los ya insepultos cadáveres se agregaban día por día otros y otros, creciendo de tal modo, que aquello parecía el campo de batalla en que la muerte victoriosa dejara sembrados sus trofeos en los dominios más florecientes de la vida.

La benemérita Comisión Popular realizó prodigios de caridad y sacrificio con los innumerables apestados, esforzándose por aliviar sus males y atajar, hasta donde fuera posible, los estragos que la espantosa epidemia venía sembrando en la ciudad.

Pero, además de la Comisión, todo argentino debe recordar con profunda gratitud a tres hombres inolvidables, tres verdaderos héroes de aquella desgraciada época: el doctor Roque Pérez, el doctor Argerich y don Héctor Várela, que privadamente, y obedeciendo sólo a los generosos y nobles impulsos de sus corazones, se consagraron por entero al socorro de los desgraciados, llevando a cabo actos de sin igual abnegación. ¡Honor y gloria imperecederos a tan beneméritos ciudadanos y esclarecidos patricios!

Mas no bastaban todos estos actos sublimes de sacrificio para poner remedio a tantos males; la peste arreciaba cada vez más; y la falta de hombres que se ofrecieran a enterrar los cadáveres, venía a acrecentar más los horrores de aquel sombrío cuadro. En situación tan angustiosa se necesitaba el ejemplo alentador de alguien que, en un arranque de caritativa abnegación y de valor cívico, se lanzara denodado a organizar y dirigir, en aquellas circunstancias, la heroica cuan necesaria tarea de dar tierra a las insepultas víctimas de la peste.

Este ejemplo no se hizo esperar, pues el animoso patricio antes mencionado, don Héctor Várela, exhortando a los demás con acentos de persuasiva elocuencia, y acompañando las palabras con el ejemplo, emprendió, lleno de sublime resolución y sin temor al contagio, la difícil empresa de un sepelio general. Aquel rasgo de valerosa y caritativa decisión infundió aliento a cuantos llegaron a conocerlo, y muchos secundaron la obra con tanta eficacia, que aquel mismo día quedaron sepultados varios centenares de cadáveres.