El casamiento de Luisa Cáceres con el coronel Juan B. Arismendi


La caravana atravesó la quebrada de Guarenas, el paso de Los Reventones, la montaña de Capaya y los ardientes arenales de Tacarigua y Uñare hasta la costa de Cumaná, a la que llegó después de una penosa peregrinación de cincuenta y ocho leguas. La familia Cáceres buscó refugio en la isla Margarita, donde el coronel Arismendi les brindó amparo y protección. Brotó allí el amor, y a los tres meses Luisa se casó con el coronel, enamorado de ella desde que la hubo conocido en Caracas. Quince años tenía la niña en ese entonces y cuarenta y cuatro él.

Las autoridades coloniales, en conocimiento de los patrióticos empeños de Arismendi y de su actuación revolucionaria, ordenaron su captura; pero él, avisado a tiempo por sus amigos e instigado por Luisa, logró ponerse en salvo. Al enterarse de la fuga del coronel, los jefes realistas decidieron aprehender a su esposa, para obligarlo a entregarse. A tal fin destacaron una partida armada que se presentó, a altas horas de la noche del 24 de setiembre de 1815, en la residencia del caudillo y se la llevó detenida, sin dejarle tiempo ni para recoger la ropa necesaria.

Al día siguiente Arismendi es buscado por toda la isla, confiscan sus bienes y se pone precio a su cabeza.

Éste es el comienzo del vía crucis de Luisa Cáceres de Arismendi, calvario que debía durar cuatro largos años. Encarcelada en la fortaleza de Santa Rosa, con centinela a la vista, carente de ropa, privada de la intimidad necesaria, comiendo el rancho del soldado, aguardando el nacimiento de su primer hijo, que no tardaría, sobrellevó Luisa con admirable valor el escarnio y la burla de oficiales y tropa; llegaron éstos hasta a obligarla a caminar descalza sobre los cadáveres de los soldados patriotas fusilados después de un frustrado asalto a la fortaleza, organizado por su esposo con intención de libertarla. Las autoridades pretendían de esta manera forzar su voluntad para que interviniera con todo el peso de su ascendiente en el ánimo de Arismendi, a fin de que éste depusiera las armas y se entregase a la justicia colonial, confiando en la benevolencia de los jueces. Pero, por el contrario, con estos actos sus enemigos sólo consiguieron fortalecer su espíritu y afirmar su determinación de no interferir la acción del caudillo, cuyos patrióticos empeños compartía.