ISABEL DE CASTILLA: Isabel La Católica


En el oscuro cuadro en que se mueven y agitan las tristes figuras del rey Enrique III el Doliente y sus regentes malversadores; de Juan II y su orgulloso privado don Alvaro de Luna; de Enrique IV el Impotente y su favorito don Beltrán de la Cueva; entre aquellos nobles castellanos siempre descontentos, turbulentos y rebeldes, aparece doña Isabel de Castilla, la más tarde famosa Reina Católica, cual luminoso faro, cual estrella que en noche tempestuosa guía al perdido viajero hacia un seguro puerto de salvación.

Era hija del rey don Juan II y nació en la villa de Madrigal, según unos; en Madrid, según otros, en 1451.

De ojos azules, que mostraban a la vez su inteligencia y sensibilidad; de abundante cabello rubio oscuro; de tez blanca y sonrosada; de facciones perfectas, resultaba, al decir de los que la conocieron, una de las damas más hermosas de su tiempo.

Ilustrada por el constante estudio; de fácil comprensión y rápida inteligencia; pronta en decidir; entusiasta y prudente a la vez; virtuosa y modesta, era un raro conjunto de belleza física y de cualidades morales.

Buena y cariñosa hermana, cuando, reunidos en Ávila, los nobles, que habían destronado a Enrique IV y proclamado a su hermano don Alfonso le ofrecieron, al morir éste, la corona de Castilla, negóse a aceptarla y exclamó: "Deseo a mi hermano el rey una larga vida y jamás, mientras él exista, tomaré el título de reina".

¿Cómo pagó don Enrique tan noble acción? Anulando lo pactado con los nobles, esto es, que a su muerte ella ocuparía el trono, y dejando por su única heredera a doña Juana, la Beltraneja, para vengarse del matrimonio de su hermana con el príncipe don Fernando de Aragón, celebrado contra su voluntad.

Elevada por los nobles y por el pueblo al trono de Castilla una vez muerto don Enrique, empezó a mostrar su extraordinario talento político sin abdicar a sus derechos de reina, pero sin sobreponerse a su marido; y adoptó para la gobernación del territorio, que ya podía llamarse España por la unión de las coronas de Castilla y de Aragón, el celebrado lema:

"Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando"

Durante su reinado mostró Isabel todas las virtudes de la mujer y todas las grandezas del hombre, pues fue a la vez buen gobernante, hábil político y valeroso guerrero. Dictó y promulgó las más nobles providencias sociales y económicas, y protegió la industria y el comercio, las letras, las artes y las ciencias. Respetuosa con la Iglesia, pero dando siempre a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, se opuso a toda intrusión del clero en los asuntos que fueran ajenos a su ministerio.

Revocó las concesiones hechas a los grandes de España por los anteriores monarcas; confió a las ciudades el sostenimiento de los ejércitos a cambio de ciertas franquicias; otorgó a las Cortes el derecho de votar las contribuciones, publicar las leyes y resolver las más arduas cuestiones de gobierno; creó la milicia de la Santa Hermandad, encargada de perseguir a los criminales, y recopiló las Ordenanzas, mejorándolas.

Decidida a la reconquista del territorio español, aún en manos de los moros, acompañó a los ejércitos que marcharon al cerco y toma de Granada, que ganó para la Santa Cruz. Allí se libró milagrosamente del puñal de un moro fanático y del horroroso incendio del campamento de los sitiadores. Como coronación de su gloria, apoyó firmemente el pedido de Colón, que culminó con el descubrimiento de un nuevo mundo.

Tan afortunada como reina fue infeliz como madre: en unos pocos años perdió a su hijo don Juan, heredero de la corona, y después a doña Isabel, esposa del rey de Portugal; sufrió el inmenso dolor de ver repudiada por su esposo, Enrique VIII de Inglaterra, a su hija doña Catalina, y vio a la infeliz doña Juana perder paulatinamente la razón.

Llegó el momento en que no pudo dejar el lecho ni separar la cabeza de la almohada. A pesar de su extrema debilidad, pues rehusaba todo alimento, no olvidó por un momento la gobernación del Estado. Comprendiendo que su fin se acercaba, dictó su testamento el 12 de octubre de 1504, a los doce años del glorioso día en que, gracias a su ayuda, Colón descubrió América. Por él dispuso ser enterrada en el convento de los franciscanos de Santa Isabel, en un sepulcro humilde y con una sencilla inscripción, y ordenó que el dinero que debía gastarse en sus honras fúnebres se destinase a los pobres. Dejó una fuerte suma para la redención de cristianos cautivos en Berbería. Anuló cuantas concesiones injustas hubiese hecho. Consagró nobles consejos a su hija, la desgraciada doña Juana, y a su yerno Felipe el Hermoso, respecto a la forma de gobernar, basada en el consentimiento y consejo de las Cortes. Nombró a su esposo don Fernando regente de Castilla, por ausencia o incapacidad de doña Juana. Señaló a su marido rentas de mucha importancia, y le suplicó aceptase todas sus joyas o las que quisiera elegir, en recuerdo de su amor. Recomendó que no se olvidara de ninguno de los servidores que la habían acompañado.

España era su idea fija y los españoles, su delirio. A los tres días otorgó un codicilo por el que se ordenaba la codificación de las leyes, dictaba disposiciones para evitar cualquier abuso contra los naturales del Nuevo Mundo, y nombraba una comisión que examinara la legitimidad de las alcabalas, para que las justas se cobrasen de la manera que resultara menos gravosa al pueblo.

Exactamente al mediodía del miércoles 26 de noviembre de 1504 falleció, a los 53 años, doña Isabel de Castilla, llorada por sus súbditos y admirada por Europa.


Pagina anterior: HOMBRE Y MUJERES NOTABLES
Pagina siguiente: LUIS BRAILLE: Un ciego genial