POCAHONTAS


Era a principios del siglo xvii, en la época en que luchaban fieramente los indígenas de Norteamérica con sus conquistadores, los ingleses.

Solo y acurrucado en un rincón de una tienda india, esperaba un hombre cautivo, un europeo. La faz cubierta de fina barba descansaba entre las palmas de las manos, y sus ojos, sombreados por fruncido entrecejo, luchaban por romper la creciente penumbra del atardecer mientras con sus blancos dientes se mordía nerviosamente las puntas del bigote. Al interior de la tienda solamente llegaban murmullos de voces confusas y el crujir de hojas pisadas por pies ligeramente calzados. Al fin, y en un movimiento de impaciencia, nuestro hombre encogió sus robustos hombros y prorrumpió sordamente: “Si me han de tostar y devorar estos salvajes, mejor fuera saberlo de cierto que morir de angustia, mientras espero en esta incertidumbre”.

No habían acabado sus labios de pronunciar las últimas palabras, cuando las telas que cubrían la entrada de la cabaña se separaron suavemente y por ellas se deslizó un guerrero indio, toscamente pintarrajeado de azul y rojo, y quedó cuadrado ante él.

-Prepárese el blanco a comparecer ante el jefe, el gran Pohuatán -le anunció el indio con firmeza.

-Ya hace tiempo que a ello estoy dispuesto -replicó el prisionero.

-Venga el blanco conmigo -añadió el indio, y al decir esto, hizo ademán de querer agarrarlo por el brazo.

-Aparta esas manos -clamó éste ásperamente al mismo tiempo que retrocedía-. Ve delante, que yo te seguiré -añadió con imperio.

El indio le lanzó una rápida mirada, llena de odio, giró sobre sus talones y salió de la tienda.

El prisionero lo siguió. De pronto una ráfaga de vivísima claridad lo dejó momentáneamente ciego. Después fue reparando poco a poco en cuanto lo rodeaba.

Un gran consejo de indios sentados alrededor de una hoguera formaba un conjunto fantásticamente iluminado, que se proyectaba sobre el fondo de la floresta. Al rojizo resplandor de las retorcidas llamas pudo el prisionero distinguir las siluetas de doscientos o más guerreros indios, extrañamente adornados todos ellos de colorines y plumas, como lo estaba su guía. Había una plataforma, a guisa de trono, y sobre ella estaba sentado Pohuatán, el jefe supremo de los guerreros indios, cubierto con un manto de pieles de mapaches, que le colgaba de los bronceados hombros, y tocada la cabeza con la pluma blanca, ornamento exclusivo del caudillo de la tribu.

La aparición del prisionero provocó una tremenda gritería, que resonó en los bosques sombríos. Conducido a presencia de Pohuatan, siguióse un profundo silencio en toda la asamblea. Una india le presentó una vasija llena de agua para que en ella se lavase las manos, mientras otra le ofrecía un haz de plumas para que se las secara.

Después de este ceremonioso lavatorio trajéronle alimentos de diversas clases en abundancia, condimentados a estilo indio. Aunque, dadas las circunstancias, el blanco estaba muy lejos de sentir hambre, esforzóse por gustar algunas de aquellas viandas, mientras recorría con ojos serenos las figuras que lo rodeaban, medio envueltas en sombras, buscando en vano un semblante de expresión amiga o benévola. De repente su mirada se encontró con la de una muchacha india, que estaba sentada a la izquierda de Pohuatan, y posándola un momento en las pupilas de la joven prosiguió luego inspeccionando los sombríos personajes de aquel feroz concurso.

No obstante su serenidad, su corazón latía con inusitada violencia. ¿Habría él leído un mensaje de simpatía en aquella rápida y penetrante mirada? E involuntariamente volvió los ojos para ver mejor a la jovencita. Era poco más que una niña y, a juicio de él, su edad no podía pasar de doce a catorce años. Pero recordó que las niñas indias llegan tempranamente a ser mujeres.

Al fin terminó la pesada ceremonia preliminar. Celebróse enseguida larga deliberación entre el jefe Pohuatan y sus guerreros, la cual acabó en una ruidosa y convulsiva algarada.

Leyó el prisionero la sentencia de su muerte en las crueles facciones de aquellos indios, y mortal angustia se apoderó de su corazón. Por las señas cambiadas entre unos y otros había comprendido que la hora de su muerte había llegado.

Dos grandes piedras fueron arrastradas ante Pohuatan. El prisionero contempló esta operación con fría calma: no le faltaba saber nada más.

Dos indios que junto a él estaban, lo asieron de improviso de los brazos y lo empujaron al lugar de la ejecución. Manos salvajes lo obligaron a doblar las rodillas y a poner la cabeza sobre el bloque de piedra.

Un guerrero se adelantó entonces, armado de tremenda maza. Iba a morir con la cabeza aplastada.

Levantó el verdugo el brazo y esperó la señal del jefe. El prisionero cerró los ojos y se mordió furiosamente los labios, dispuesto a hacer ver a aquellos salvajes que un blanco sabe morir con tanta sangre fría y valor como un indio.

De repente, un grito penetrante rompió el solemne silencio de aquella multitud ansiosa. La víctima, encorvada sobre la piedra, abrió los ojos y se estremeció. Una gentil y oscura figura se había separado del lado de Pohuatan. Dos brazos de color de bronce enlazaban el cuello del blanco. Una bronca exclamación de asombro partió de aquella horda salvaje.

“;Pocahontas!”

Era la hija idolatrada del poderoso jefe, la cual había colocado su cabeza entre el cuello del blanco y la maza del verdugo.

-¡No!, ¡no! ¡No lo mates! ¡No debe morir! -gritaba la joven india con voz sumamente agitada.

El verdugo, confuso y aturdido, dejó caer pesadamente a un lado la enorme maza. Sobrecogido de terror, no se resolvió a herir, pues el golpe habría dado en la cabeza de la joven.

Antes que nadie tuviese tiempo de serenarse, Pocahontas se levantó, y corriendo presurosa al lado de su padre, le echó los brazos al cuello. Suspirando y bañadas las mejillas en abundantes lágrimas, pidió la vida de aquel hombre al adusto y viejo jefe, que no otorgaba merced a nadie. La muchacha le habló con tal elocuencia y pasión que conmovió a la muchedumbre que escuchaba atónita. Luego, exhausta, rendida, desplomóse Pocahontas casi exánime, quedando su rostro entre las rodillas de su padre. Una corriente de simpatía invadió a la multitud. Pohuatán levantó la mano, e imponiendo silencio, dijo pausadamente:

-Dejad libre al hombre blanco.

La ensordecedora gritería con que los circunstantes acogieron estas palabras fue esta vez de júbilo y frenesí. Pocahontas los había ganado a su causa. El hombre blanco quedó libre.


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