EL ESCUDO DE UNA MADRE


Cerca de Ruán, en el valle de Monville, Francia, estalló cierta vez una tempestad acompañada de una tromba destructora. Dos vientos huracanados soplaron en opuesta dirección, arremolinándose en forma de cono que, al bajar de las nubes, apoyaba su punta en la tierra y giraba con espantosa rapidez. De ese cono salían relámpagos que esparcían un fuerte olor de azufre, y varias nubes, rojas y negras, se desplazaban verticalmente, atraídas y rechazadas con fuerza prodigiosa, mientras se dejaba oír un ruido sordo, como el que precede al granizo. Dieciséis milímetros bajó de golpe el barómetro; la temperatura se elevó rápidamente y una corriente de aire cálido precedió a la tromba.

El meteoro, que se dirigía hacia el Este derribando todo lo que encontraba a su paso, quebró los árboles y, como sí fueran cañahejas, los arrojó a grandes distancias. Enseguida cayó sobre tres de las principales construcciones del valle, tres hilanderías modernas, que quedaron reducidas a escombros en pocos minutos. Quiso la fatalidad que a esa hora el personal se encontrara dedicado a sus tareas. Más rápida que el rayo fue la destrucción de aquellas fábricas, entre cuyas ruinas perdieron la vida cuarenta operarios, y quedaron heridos otros cien.

Cesó la tromba y, por espacio de algunas horas, sopló un viento huracanado, consecuencia de aquella terrible perturbación atmosférica, cuya fuerza se hizo sentir a enorme distancia; algunos restos de las fábricas fueron volados a más de diez leguas de dicho lugar.

Los habitantes de los alrededores acudieron en socorro de los desgraciados de Monville y trabajaron, bajo la dirección de los bomberos, en la remoción de los escombros para sacar a las víctimas de la catástrofe.

Todo el mundo temblaba por la suerte que podía haber corrido el señor Neveu, uno de los propietarios de las hilanderías destruidas. Los que lo buscaban con ansias entre las ruinas, escucharon unos gemidos ahogados. Era la voz de Neveu. Cuando los hombres de la patrulla de salvamento acudieron presurosos lo encontraron apoyado en sus puños, arqueado el cuerpo, soportando sobre sus espaldas un montón de piedras y ladrillos. De este modo protegía a su madre que había caído con él y que hubiera perecido ahogada sin su heroico valor. Por suerte ni la madre ni el hijo tenían heridas de gravedad.

Tres horas había permanecido Neveu en aquella horrible posición, escudando a su madre con su cuerpo, y tal fue la contracción de sus músculos, que la reacción que se operó en él después de la hazaña le causó una postración absoluta. Algunas horas transcurrieron sin que pudiera hablar. Cuando volvió en sí, sus primeras palabras coronaron dignamente su abnegada acción: “Estoy arruinado -dijo-, pero no me quejo, pues he podido salvar a mi madre”.


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