LA LEONA DE CUNDINAMARCA


Policarpa Salavarrieta pertenecía a esa extirpe de mujeres extraordinarias en cuyos corazones ardía el fuego votivo del amor a la patria, y en quienes el amor a los ideales de independencia era como una aureola que iluminaba sus vidas.

Era en el tiempo en que la guerra de Reconquista cubría de sangre las sábanas y los pueblos de Nueva Granada. Pero Pola Salavarrieta, que no tenía miedo, se jugaba la vida en la propaganda de su credo, porque toda la capacidad de amor y de cariño de su hermosa juventud los había reservado para su patria sojuzgada.

El virrey recibió la denuncia de las actividades patrióticas de aquella mujer y ordenó su encarcelamiento. Los carceleros no le ahorraron ni un tormento ni un ultraje, pero ella no tuvo un solo desfallecimiento en su largo calvario por las cárceles del Virreinato, porque en ella se había hecho carne la patria, y en su alma indómita y bravía se había refugiado, para no desaparecer, el alma nacional de la futura República de Colombia.

Cuando el virrey firmó la sentencia de muerte, por todo el ámbito de la colonia corrió como un estremecimiento de espanto. ¿Era posible? ¿Fusilar a una mujer? Atónito y acobardado, el pueblo de Nueva Granada apenas si se atrevía a protestar.

La Pola, que contaba entonces tan sólo veinticinco años, escuchó la sentencia sin inmutarse, sin que se doblegara su carácter admirable y heroico, más valiente y temeraria que todos los hombres de su tierra.

Ya camino al banquillo de los ajusticiados, cuando el sacerdote contagiado de horror balbuceaba las exhortaciones piadosas de la agonía, ella lo miró con tristeza y le dijo:

-Conservad este papel, Padre mío.

El sacerdote lo guardó.

Con el cabello despeinado y revuelto, la mirada relampagueante, desde el patíbulo La Pola habló a sus compatriotas. Su voz resonaba como el trueno y sus palabras grababan con fuego en el corazón de la gente del pueblo su pasión de patriota. Ella era, en toda América, la primera mujer que subía al patíbulo del sacrificio por amor a la patria y a la libertad.

Cuando los estampidos de los arcabuces ahogaron los rugidos de La leona de Cundinamarca, la gente humilde recogió su cuerpo ensangrentado, y manos piadosas le dieron cristiana sepultura en aquel suelo indio donde nació, nada más que para vivir su calvario. En el sepulcro de La Pola, manos anónimas escribieron este sobrio epitafio: “Policarpa Salavarrieta, yace por salvar la patria”.

Cuando el sacerdote confesor quiso enterarse de lo que contenía aquel papel que la heroína le entregara momentos antes de morir, encontró unos versos que ella misma había escrito la trágica madrugada de la ejecución. En esas estrofas de despedida, inflamadas y dolorosas, ella dejó como una simiente de esperanza latiendo en aquella profecía: “Ya vendrá quien me habrá de vengar”. Profecía que se cumplió, porque los ejércitos de la libertad cimentaron, sobre su sangre, la República de Colombia.