LA HUIDA A LA LUZ DE LA LUNA


Hará cosa de mil años que vivía en Normandía un muchacho llamado Ricardo, nieto del famoso Rollo, que llegó con los vikingos del Norte para conquistar los hermosos territorios regados por el Sena. El pequeño Ricardo pasó una infancia muy triste. Aborrecíalo su madrastra, y veía raras veces a su padre Guillermo Longsword. Cuando el muchacho cumplió ocho años, cayó gravemente enfermo su progenitor, y creyendo próximo su fin, llevóse a Ricardo a Bayeux e hizo que los barones jurasen lealtad a su heredero.

Poco después, fue su padre traidoramente asesinado, y llegó para Ricardo una serie de días tumultuosos. El rey Luis de Francia era enemigo suyo y creyó que por ser Ricardo un niño podría fácilmente despojarlo.

Pero había muchos barones leales y caudillos que lo querían y que se pusieron enseguida de su parte; y cuando cayó prisionero lo rescataron. No estuvo sin embargo mucho tiempo en libertad, pues Luis, pretextando un cariño que no sentía, volvió a apoderarse del muchacho, que tenía entonces once años, y encerrólo en una torre de Laon, al cuidado de Osmundo, noble normando.

Ahora bien: Osmundo era muy bueno, amaba al muchacho y sentía grandísima tristeza al verlo cada vez más pálido y débil por carecer de aire puro y no poder hacer ejercicio.

Una vez, sin embargo, atrevióse a desafiar la cólera del rey Luis, y llevóse secretamente a Ricardo fuera de la torre, haciendo galopar su caballo por la dilatada campiña. Hizo tanto bien al muchacho esta escapatoria, que Osmundo, que lo quería entrañablemente, determinó huir con él.

Acontecían estos sucesos durante la estación de las lluvias, y la humedad y soledad de la torre fueron causa de que Ricardo cayese realmente enfermo, tanto, que el rey y todos sus cortesanos creyeron que los días del muchacho estaban contados. Osmundo quería que creyesen que su estado era grave, pues había ya combinado su plan para huir con él.

No tardó mucho en presentarse una ocasión propicia. Iba a celebrarse un gran banquete en el castillo, y el pequeño prisionero seguía con la vista, desde la ventana de su celda, los preparativos que alegremente iban haciéndose. Según las instrucciones de Osmundo, cuando el oficial inspector hizo su visita acostumbrada, encontró a Ricardo acostado en su lecho y pudiendo apenas contestar a las preguntas que se le hacían. Tan débil era su voz. Pero no bien hubo el oficial inspector traspasado el umbral, Osmundo advirtió a su amiguito que huirían juntos aquella misma noche, y cuando Ricardo preguntó con afán:

-¿Cómo? -no quiso decírselo y sólo le contestó:

-Come todo lo que te traigan, porque necesitarás todas las fuerzas que puedas reunir.

Siguió el día su curso, y al llegar la hora del banquete, entraron los invitados, encaminándose todos al gran salón. El patio de honor, la entrada y los corredores interiores parecían estar completamente desiertos. Abrió Osmundo la puerta de la celda, miró por la ventana que daba a la escalera y escuchó. Luego, haciendo señas a Ricardo para que lo siguiera, bajaron silenciosamente, y atravesaron el patio, ocultándose en las sombras.

Por fortuna, Osmundo conocía el camino del granero hasta en la más densa oscuridad y, con el pequeño pegado a sus talones, entró en el granero, cogió un haz de heno y con una cuerda lo ató por la cintura alrededor de su cuerpo, de modo tal, que nadie hubiese sospechado que dentro de aquel haz se ocultaba un niño. Luego, con sumo cuidado, apoyó el haz contra la pared, levantólo y se lo cargó encima de los hombros.

-No te muevas ni hagas ruido.

Venía ahora, empero, la parte más peligrosa de la aventura; pues Osmundo tenía que cruzar el patio iluminado por la luz de la luna, para llegar a las cuadras. Al entrar en ellas dejó su preciosa carga, ensilló un caballo, sacó a Ricardo del haz de heno y condujo el caballo fuera del castillo por una salida lateral. Luego, con el niño delante y envueltos ambos en una ancha capa, cabalgaron silenciosamente por las calles de la ciudad, y cuando hubieron dejado atrás las últimas casas, huyeron a todo escape.

El pequeño Ricardo vivió y gobernó su ducado, conquistándose el amor y el aprecio de todos sus súbditos.


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