LA GRAN ENERGÍA DE BERNARDO PALISSY


En los primeros años del siglo xvi, salió de un pueblo del sur de Francia, en busca de fortuna, un obrero, mozo sin más hacienda que la contenida en un zurrón que llevaba a cuestas. Tenía el oficio de vidriero, y gracias a su maña y habilidad, pudo ir ganando para vivir durante su viaje. Por lo que se refiere a la instrucción recibida en libros, carecía de ella.

Este obrero, cuyo nombre era Bernardo Palissy, se estableció, al fin, en una ciudad llamada Saintes, en donde ganaba salarios bastantes regulares, dedicado al oficio de pintor de cristales y de agrimensor. Poco después. contrajo matrimonio, y cuando llegó a ser padre de familia, la ansiedad natural por la educación de los hijos lo espoleó a procurarse otra ocupación mejor pagada y más continuada que la pintura, a que hasta entonces se había dedicado.

Un día vio una copa hermosamente esmaltada, que había sido hecha en Italia. ¡Qué obra de arte! ¡Cuan hermosa a la vista, qué suave al tacto! ¡Ah! si pudiera él amasar arcilla ordinaria y transformarla en un objeto tan hermoso como esta copa! ¡Qué dichoso sería y qué fortuna podría alcanzar en poco tiempo!

Desde aquel día, Bernardo se sintió dominado enteramente por esta idea; despierto, pensaba en ella; durmiendo, soñaba. ¿De qué estaba compuesto aquel esmalte? ¿Cómo podía haberse conseguido? Tomaba cuantas sustancias creía él que podrían producirlo; las pulverizaba, las engrasaba en ollas comunes, sometía estas ollas a una elevada temperatura, las cocía... pero todo en vano. Su mujer no se cansaba de rogarle que no perdiese miserablemente el tiempo y aun llegó a insultarlo por esta causa. Pero Bernardo había resuelto no cejar hasta descubrir cómo se fabricaba aquel esmalte y nada era capaz de desviarle de su propósito. Construyó un horno al aire libre y prosiguió en busca del precioso esmalte.

Pasaron algunos años..., años de fracaso y de derrota. Los vecinos le creían loco, y no sin motivo, pues andaba hecho un andrajoso, pálido como un espectro, feo como un espantajo. Las piernas, convertidas en cañas, ni siquiera ofrecían un apoyo seguro a las ligas que debían sujetar las medias, las cuales, por esta causa, llevaba siempre caídas hasta los tobillos. Según queda dicho, Bernardo había construido sus hornos al aire libre; allí permanecía sentado, vigilando las operaciones, aun en los momentos en que desgarraba furiosa la tempestad; y cuando el pobre hombre, empapado en agua, iba a buscar abrigo en su choza, era recibido por su mujer con gritos y ultrajes.

En cierta ocasión, precisamente cuando parecía que iban a dar el resultado apetecido los esfuerzos acumulados durante tantos años, le faltó combustible. Bernardo corrió a la empalizada que rodeaba el jardín de su casa, arrancó las maderas y las quemó. El experimento tardó más de lo que el obrero creía; y como viera consumido todo el combustible que había sacado de la empalizada, fue a su casa, tomó mesas, sillas, anaqueles y lo arrojó todo al fuego. En otra ocasión, invitó a sus impacientes acreedores a que fuesen testigos de su afortunado descubrimiento, pero cuando llegaron, vieron que parte de las paredes del horno se habían derrumbado, echando a perder todo el trabajo; de manera que en vez de plácemes, Bernardo, en medio de la mayor desesperación, sólo oyó befas y escarnios. Con todo, Bernardo era un genio. Después de diez y seis años de fracasos, cada uno de los cuales le llegaba al fondo del alma, este hombre harapiento, solitario, señalado su demacrado semblante con el lúgubre brillo de sus hornos, pudo un día exclamar alborozado: “¡Eureka!” El secreto de la fabricación del esmalte estaba descubierto. Nunca, durante todo este tiempo, había oído de su esposa una frase de cariño; siempre había trabajado en medio de la terrible soledad de su alma. Apenas se halla, en los anales del género humano, una empresa semejante a ésta de diez y seis años de fracasos y persecuciones.

Un platito con un lagarto en el centro, hecho por este obrero, fue vendido algunos años después en 200 libras.

Pero Bernardo estaba destinado a hacerse célebre, no por el feliz resultado de sus trabajos, sino por su vida de incesantes padecimientos. Poco después de haber realizado su descubrimiento, fue encarcelado por motivos de religión. La turba penetró en su casa, echó a perder todos los instrumentos de su trabajo y destruyó sus hornos. Condenáronle los jueces a morir en la hoguera, mas fue puesto en libertad por mediación de un noble que necesitaba del hermoso arte de Bernardo, quien trabajó luego durante algunos años en París, en calidad de alfarero de la reina de Francia.

En esa época se hizo famoso y rico; pero próximo a cumplir los ochenta años de edad, el infeliz fue de nuevo arrestado y murió en la Bastilla.

¿No es éste un hombre en quién pueden admirarse las mayores dotes y de quién puede tomarse ejemplo de valor, energía y rectitud inquebrantables? ¡Qué alma tan hermosa subió a su Creador, cuando el cuerpo de barro del gran obrero cayó en la solitaria celda de una cárcel!