LA ABNEGACIÓN DE LEONOR DE CASTILLA


Doña Leonor de Castilla: he ahí el nombre de una mujer sublime, cuyo amor conyugal fue la admiración de su siglo y cuya abnegación heroica le conquistó la justa y merecida aureola de la inmortalidad.

Digna hija de don Fernando y de doña Juana, reyes: de Castilla, fue doña Leonor modelo de virtud y de candor como su augusta madre, quien supo educarla en las severas máximas de la religión, formando por medio de la fe, la esperanza y el amor puro, un alma tan noble como elevada.

Dotada de singular hermosura, tenía en los ojos el principal atractivo, pues los purísimos destellos de sus brillantes pupilas delataban la grandeza de su alma heroica.

La fama de su belleza y virtudes llegó hasta el trono de la poderosa Inglaterra, y el rey Enrique III la escogió para esposa de su hijo, el príncipe Eduardo,

Grande fue la pompa que, por tal motivo, desplegaron ambos monarcas. La noble Castilla recibió con la mayor alegría y agasajos al príncipe inglés, celebrando notables e importantes fiestas que denotaban el contento de don Alfonso, quien armó caballero al príncipe Eduardo poco tiempo antes de que se celebrara su enlace con doña Leonor.

El mismo día de su matrimonio abandonaron Castilla ambos esposos, dirigiéndose a Inglaterra, donde la joven princesa fue recibida con el mayor regocijo por Enrique III. Modelo de esposa, doña Leonor amaba con tal vehemencia al príncipe que el monarca inglés, regocijado con su elección, prodigóle siempre justo y merecido afecto, y la agasajó con tan valiosas donaciones que llegó a disgustar a sus propios súbditos.

En aquellos tiempos, el espíritu religioso impulsaba a los hombres más notables a acudir en defensa de la Cruz, convirtiendo en insignes guerreros a los defensores de tan noble causa. Con tal motivo, el príncipe inglés, animado de estos sublimes sentimientos, parte para Tierra Santa. Compañera inseparable, doña Leonor olvida los peligros de tan penosa campaña y, gozosa y feliz al lado de su esposo, lo acompaña en su larga y penosa excursión.

Pero la felicidad nunca es completa; también sobre aquella pareja venturosa desplegó el dolor sus negras alas.

Los cristianos sostenían rudos combates; el príncipe, a impulsos de la fe que llenaba su pecho, defendía desesperadamente la religión del Crucificado. Un día de fuerte calor, en que Eduardo, despojado de la pesada armadura, descansaba después del duro trajinar, un hombre enviado por el enemigo, antes de que el príncipe pudiera defenderse, lo hirió con una daga emponzoñada.

Su amante esposa lo espera, como siempre, en su tienda, dominada por tristísimo presentimiento...

Al fin divisa a su esposo y lanza un grito horrible de dolor al reconocerlo. Regresa, sí, mas no solo ni por su pie. Casi agonizante lo traen en brazos sus compañeros de combate.

La sangre que brotó de la herida ha debilitado tanto al príncipe que nada ve, nada oye; es como un muerto ante los ojos de su desconsolada esposa, quien abrumada bajo el peso de su inmenso dolor, tiene que alejarse del ser querido y dejar sitio a los doctores.

Horribles instantes son aquellos para la afligida princesa. Cada segundo que transcurre se anuncia con un fuerte latido de su corazón y le parece un siglo de mortal angustia. La transparencia de su cutis, siempre rosado, tórnase cadavérica, y el llanto, al que no dan salida sus ojos, cae como plomo derretido sobre su corazón. Inquieta y con el alma hecha pedazos, espera el pronóstico de los médicos.

Transcurren al fin aquellos momentos tan largos para su terrible angustia. Los físicos van a dar su fallo; doña Leonor los detiene un instante con involuntario ademán. Siente que le falta el aire, que la férrea mano del dolor oprime su corazón, lo lacera, lo estruja, lo magulla, cual si quisiera destrozarlo. Su alma entera se refleja en el límpido cristal de sus ojos. No ya lágrimas, fuego brota de sus pupilas. Haciendo un supremo esfuerzo puede, por fin, ordenar que hablen.

El fallo es mortal, no tanto por la importancia de la herida cuanto por estar envenenada el arma que la causó. Los doctores quieren a todo trance salvar la vida del príncipe de Gales, pero existe un solo medio que, con ser urgentísimo, consideran irrealizable, por lo peligroso.

Doña Leonor, ansiosa, anhelante, quiere conocerlo. Los físicos dicen: "Chupar la llaga y extraer la letal ponzoña; no hay otra salvación. Pero la persona que absorba esta sangre arriesga su vida, en la casi seguridad, de morir igualmente envenenada."

La amante esposa sonríe, al cabo: ya tiene la respuesta a todas sus preguntas. No duda, no vacila...; veloz, cual si tuviera alas en los pies, corre al lado de su esposo y, aplicando ávidamente sus amorosos labios en la llaga, absorbe con vehemencia todo el veneno. La vida del príncipe se ha salvado; el amor inmenso de su amante esposa, tan grande y sublime como quizá no haya otro, le ha devuelto la existencia. Dios quiso conservar la suya como justo premio a su incomparable heroísmo.

El príncipe no encuentra frases para demostrarle su inmensa gratitud. ¡Qué importa, si una mirada de sin igual ternura expresa mejor sus sentimientos que el más elocuente lenguaje!

Doña Leonor se siente feliz y dominada por el mayor regocijo por haber salvado la vida del ser querido. Ni un instante se separa de la cabecera de su lecho, cuidándolo con maternal solicitud. El príncipe la contempla enajenado de gozo y reconocimiento, mirándola con tal veneración que, más que mortal criatura, la juzga un ser angelical, extranjero en este mundo de humanas miserias.

La noticia de la heroica acción de la joven princesa circula por todas las naciones que, llenas de admiración y entusiasmo, prodigan los mayores elogios a la célebre española. Su nombre se repite con profundo respeto, figurando entre los más notables de la época, no sólo como el de una esposa modelo, sino también como el de un dechado de virtudes y compendio de humanas perfecciones.


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