FALLO JUSTICIERO


Cerca de la residencia favorita de Federico el Grande, existía un molino que interceptaba la vista del palacio del emperador, afeando la perspectiva de los alrededores. Un día se procuró saber del molinero a qué precio cedería el solar, para derribar el edificio y deshacerse así de aquel estorbo. Pero el molinero se negó a venderlo, rotundamente, y entonces Federico el Grande mandó que se derribase el molino, sin otras formalidades que la imposición de su autoridad. El pobre molinero no hizo la menor resistencia y se contentó con encogerse de hombros, diciéndose: “El rey puede hacer todo lo que él quiera; pero hay leyes en Prusia y veremos a ver quién sale con la mejor parte”. Y en efecto. Presentó una demanda ante el juzgado; se la aprobó plenamente, y los jueces, sin ceder en un ápice en su deber de principio de autoridad, condenaron al Emperador a reedificar el molino y a satisfacer además una crecida suma en compensación de daños y perjuicios. Federico, a pesar del castigo que el recto juez le impuso, exclamó con complacencia al verse sentenciado: “Veo con satisfacción que hay leyes y jueces rectos en mi reino”.


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