EL SACRIFICIO DEL PADRE DAMIÁN


Dos hermanos preparábanse en un seminario de Bélgica para el sacerdocio. El mayor, que esperaba ser misionero muy pronto y partir para las islas del mar del Sur, siempre que hablaba de la labor que le esperaba allende los mares no podía menos que manifestar su gozo.

Pero no se realizaron sus anhelos. Cayó enfermo de cuidado y hubo de guardar cama largo tiempo. A medida que la fiebre consumía sus fuerzas, aumentaba su congoja y se ponía cada vez más pálido y melancólico. Viéndolo tan abatido, su hermano menor se le acercó un día al lecho y le dijo tiernamente: -¿Te gustaría que fuese yo quien tomase tu lugar como misionero?

Los ojos del enfermo se iluminaron por un momento y, sonriente, estrechó agradecido las manos de su hermano. Éste escribió secretamente a los superiores, suplicando le fuera concedido el permiso de ir a las misiones en lugar de aquél.

Estudiaba un día en su cuarto, cuando el superior del seminario fue a decirle que su ofrecimiento había sido aceptado y que partiría para las misiones. Al recibir la noticia, el muchacho, enajenado de contento, salió corriendo de su habitación y recorrió el patio: en todas direcciones, como si estuviera fuera de sí.

-¿Estará loco? -se preguntaban los demás estudiantes.

Y, ¿por qué se mostraba José Damián tan contento de marchar al destierro? ¿Por qué deseaba dejar la tierra feliz donde se hablaba su propio idioma y donde todas las costumbres le eran tan familiares? ¿Por qué anhelaba marcharse a trabajar entre salvajes, allá lejos, al otro lado de los mares bravios, apartado del trato y de la memoria de sus amigos?

Esto se comprende fácilmente si se considera que había ya renunciado al mundo para hacerse sacerdote, por lo cual abrazaba también con gusto la vida del misionero olvidado en lejanos países, pues más que la pompa del mundo, más que la felicidad doméstica] más que a su padre y a su madre, jamaba nuestro héroe al Salvador del mundo, que pasó por esta vida haciendo bien, y exhortando a todos los que le amaban a que tomaran su cruz y le siguieran,

José Damián, rebosando de gozo, como un niño, partió con rumbo a las islas del mar del Sur, para dedicarse en ellas a las misiones. Trabajó con gran alteza de miras, ocupado en obras de perfección hasta los treinta y tres años, y entonces, mientras atendía a los cuidados de su misión, oyó un día decir al bondadoso obispo: -¡Qué lástima que no tenga yo a quién enviar a cuidar a los pobres leprosos de Molokai, y que esos desdichados hayan de vivir abandonados, presa de la terrible enfermedad y sin auxilio espiritual alguno!

José Damián, cuyo corazón se había enternecido muchas veces al oír hablar de la miserable vida de los leprosos, pidió al obispo que lo enviara a él, para cuidarlos y evangelizarlos, y el prelado accedió a la petición.

Esta acción implicaba otra “renuncia”, pues el pasar de los salvajes a los leprosos constituía un sacrificio mayor que el pasar de Bélgica a la tierra de los salvajes. Los leprosos vivían completamente solos, separados de la gente sana, que rehuía todo contacto con ellos, considerándolos como seres a quienes se ha de arrojar de la sociedad. La espantosa miseria de sus cuerpos los hacía también miserables en sus almas. Sus chozas eran verdaderas pocilgas; vivían enteramente como bestias, y ofrecían un triste espectáculo a quien tuviera la desdicha de acercarse a ellos. Los horrores de Molokai son inenarrables. Si hubiéramos de referir sólo una parte de ellos, sería insoportable a nuestra sensibilidad.

Pero el padre Damián se presentó ante aquellos desgraciados con el sencillo mensaje de que Dios los amaba; y su alegre semblante, su cariñosa voz, su tierna mirada y, más que otra cosa, la viva fe que respiraban sus palabras, impresionaron a los pobres leprosos, que se sintieron convertidos en hombres, y de hombres, en hijos de Dios. Empezaron á creer que, a pesar de todo, quizá Dios los amaba realmente. Una cosa era indudable: el padre Damián les profesaba verdadero amor paternal.

Por espacio de dieciséis años vivió este santo y abnegado varón entre los leprosos. Les edificó una iglesia, que frecuentaban con gusto; les construyó mejores viviendas que las que tenían; les procuró agua más abundante; los atendió como un verdadero hermano; curaba y vendaba sus llagas; los confortaba a la hora de la muerte, y les cavaba él mismo la fosa. Por fin, el mundo oyó hablar de este sacerdote solitario, dedicado enteramente a los más penosos trabajos entre leprosos. Le escribieron, le mandaron cajas llenas de objetos útiles para sus pobrecitos, y hasta hubo personas que fueron a verlo y a ayudarlo. En Gran Bretaña su nombre y fama eran un estímulo para el bien. Un día, sin embargo, el buen padre se dio cuenta de su suerte. Sucedió que habiéndosele derramado sobre un pie un poco de agua hirviendo, no sintió dolor alguno. Extrañado de ello, fue a ver a un médico.

-¿Se me ha contagiado la lepra? -le preguntó el padre Damián.

-Siento manifestárselo -dijo el doctor con tristeza-, pero, en realidad, está usted leproso.

Desde aquel momento el padre Damián, en sus sermones, no decía “hermanos míos”, empleaba la fórmula “nosotros los leprosos”.

Tales fueron su resignación y entereza, que decía que aunque hubiera de curar marchándose de la isla, no lo haría, por no abandonar a sus queridos enfermos; así es que continuó trabajando a pesar de su propia enfermedad, mientras el mal iba minando su cuerpo con rapidez. Cuando, por último, le hubieron de conducir a la cama, casi moribundo, dio gracias a Dios por todas las bendiciones y consuelos que de Él había recibido. Dos sacerdotes, y varias hermanas de la caridad, estaban arrodillados junto a su lecho.

-Padre, cuando esté en el cielo -dijo uno de los sacerdotes-, ¿recordará usted a los pobres que deja huérfanos en este mundo?

-¡Ah¡, sí! -contestó sonriendo el buen padre-. Si tengo algún valimiento cerca de Dios, rogaré por cuantos moran en la Leprosería.

-Y, ¿me dejará -murmuró el sacerdote arrodillado- como Elias, su manteo,; Padre mío?

-¿Para qué? -preguntó el padre Damián!. Y luego añadió lentamente-: Esta cubierto de lepra.

¡Qué ¡manto tan precioso, para quitárselo ¡terminado el trabajo de su vida! ¡Ningún rey llevó nunca otro más hermoso!

Y el alma del padre Damián, pocos momentos después, era recibida en el cielo por los ángeles. Toda su vida había sido un continuo acto heroico, confirmado; en el instante de su muerte.


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