EL HOLOCAUSTO DE TIRADENTES


Muchas veces las riquezas naturales son perjudiciales para el destino de un país.

Los diamantes y el oro, en un momento dado, lo fueron para Brasil, pues Portugal, imperante en su colonia, exigía un continuo tributo, a la vez que prohibía el trazado de caminos, el correo, la imprenta, las fábricas, porque las autoridades creían poder evitar con ello el contrabando de oro y piedras preciosas.

Pero en Brasil vivía un alférez de caballería: Joaquín José Da Silva, oriundo de Pombal, que, por ejercer la profesión de dentista, era apodado Tiradentes.

En 1789, Tiradentes agrupó a lo más selecto de los hombres de pensamiento de Minas Geraes, con objeto de provocar una separación entre Brasil y Portugal, pero la falta de discreción de algunos de los participantes hizo posible que las autoridades descubrieran el proyecto y sometieran a proceso a los dirigentes.

Tiradentes fue preso en la cárcel de Río de Janeiro. Al cabo de tres años de soledad, los jefes separatistas, desesperados, terminaron por acusarse entre sí o arrepentirse de la revolución intentada. Cualquier cosa harían a cambio de salir en libertad. Sólo Da Silva no adjuró de sus ideas y cargó sobre sí toda la responsabilidad y la culpa del movimiento revolucionario.

Aquella indiscreción que la historia de Brasil ha llamado después “infidencia minera”, fue la causa de terrible sentencia: Tiradentes fue condenado a muerte por no retractarse. Para que quedase honda memoria del suplicio, el gobierno mandó instalar espectacularmente la horca en la Plaza del Palacio, y allí, el 21 de abril de 1792, el mártir Tiradentes entró en la inmortalidad.

Para que la idea de ser libre fructificara en todos los hijos del Brasil, necesitáronse treinta largos años y la fecunda sangre de un patriota.

Tiradentes, héroe y mártir, no sólo vive en la memoria de sus hermanos; también ocupa un lugar de privilegio entre aquellos precursores que forjaron la libertad de América.


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