CAMPESINA Y EMPERATRIZ


Hay en el palacio del Vaticano y debajo de su inmensa cúpula, dos magníficos sepulcros. Guarda el uno los mortales despojos de la hija de Constantino y el otro el cuerpo de Santa Elena, madre de este famoso emperador.

Nació Elena de padres muy humildes. Regenteaba su progenitor una modesta posada en un pueblecito de Bitinia, perteneciente a la antigua división del Asia Menor, y su hija, además de estar al cuidado de las vacas y de las cabras, ayudábale en los quehaceres del establecimiento. Allí fue donde, en la plenitud de su juventud y su hermosura, atrajo las miradas de un gran oficial del Imperio Romano llamado Constancio Cloro, quien, haciendo caso omiso de su alta jerarquía, se casó con ella.

El nobilísimo caballero y su esposa, de plebeyo origen, vivieron contentos y dichosos, y en el año 274 dio a luz la esposa un varón que llegó a ser, más tarde, el famoso emperador, conocido en la historia con el nombre de Constantino el Grande. Hasta entonces Constancio Cloro, aunque era uno de los nobles más distinguidos del imperio, no había sido más que gobernador, y, hacia el año 292, sintió Elena una amarga y profunda pesadumbre. El gran Imperio Romano había sido dividido en cuatro partes, y Constancio Cloro elegido monarca de una de ellas, que comprendía las Galias, España y Bretaña. Pero era necesario escoger entro la esposa que adoraba y la corona que debía ceñirse, y el emperador Maximiano, que era quien le ofrecía la corona, dábale también la mano de su hija Teodora. Las leyes del imperio eran en este punto terminantes. Los emperadores romanos habían de desposarse con mujeres de

elevada alcurnia, y Constancio, para obtener la dignidad más alta del imperio, divorcióse de la pobre Elena y se unió a Teodora.

Veinte años contaba Constantino, cuando acontecieron estos sucesos. Su dolor no debía de tener límites al considerar el desprecio con que era tratada su adorada madre, pues ni siquiera quiso acompañar a su padre en la ceremonia de tomar la nueva dignidad de que había sido revestido, sino que permaneció al lado de su madre hasta que marchóse a guerrear por su propia cuenta, como simple soldado, y así llegó a ser uno de los capitanes más famosos de su siglo, sin haber recibido nunca auxilio alguno por parte de su padre. Constancio, sin embargo, no pudo sufrir por más tiempo tan cruel separación, y escribió a su hijo suplicándole que fuera a su lado. Obedeció Constantino, que emprendió un viaje erizado de terribles peligros, y unióse a su padre en Bolonia. Dirigiéronse juntos a Inglaterra, y cuando su padre murió en York, en el año 306, Constantino fue proclamado por sus soldados emperador de Roma.

Uno de los primeros actos del nuevo monarca fue elevar a su madre a una dignidad igual a la suya. Hízola emperatriz; y la antigua campesina fue amada y respetada de todos sus súbditos. Pero Santa Elena, como la llamamos hoy, había sido hasta entonces pagana. Continuaba en Roma la persecución de los cristianos con ensañamiento feroz, y la emperatriz no pensaría seguramente en hacerse cristiana nunca. Su conversión fue el resultado de un extraño suceso que el mismo Constantino parece también haber creído. Antes de que pudiese llevar el orden y la paz al romano imperio, muchas fueron las batallas que tuvo que librar, y en una de ellas Constantino vio una cruz de fuego en el cielo con las siguientes palabras: Con este signo vencerás, y considerándolas como un aviso de Dios, hízose cristiana Desde entonces el Imperio Romano, del cual Constantino era señor absoluto, abrazó el cristianismo como la religión única y verdadera; y l odas las legiones romanas llevaron desde entonces en sus estandartes la cruz del Redentor.

La cristianización de su hijo fue causa de la conversión de Elena, quien salió del retiro en el cual hasta entonces había vivido y dedicóse a practicar toda clase de actos de piedad cristiana. Cuando ya tenía cerca de ochenta años, emprendió una peregrinación a Tierra Santa y descubrió el Santo Sepulcro y la Cruz. Dícese que hizo dividir ésta en dos partes, y que dejó una al obispo de Jerusalén, y envió la otra a su hijo. Elena permaneció en Palestina durante algún tiempo, y edificó iglesias en Belén y en el Monte de los Olivos. Visitó muchas de las iglesias de Oriente, las dotó a todas con mano pródiga y entregó innumerables limosnas a los pobres.

Regresó, al fin, de sus largos viajes y murió en brazos de su hijo en el año 328, cuando había cumplido ya los ochenta años. Ordenó Constantino que se llevase a Roma con toda solemnidad el cadáver de su madre y que se la enterrase rindiéndole los más altos honores. La pobre campesina de otros tiempos había surgido de la pobreza y de la humildad, para ocupar el alto sitial de esposa de uno de los más grandes hombres del imperio; luego volvió a quedar sumida en una oscuridad tan completa como la que la había envuelto en su infancia, y algo más tarde, debido al respeto y al cariño entrañable de su ilustre hijo, llegó a ser la primera dama del imperio y la figura de más relieve dentro de la Iglesia cristiana. Y muerta ya, vedla que yace entre las figuras más grandes de la nación que extendió su dominio sobre todo el mundo conocido. Después de su muerte fue Elena canonizada por la Iglesia, es decir, que la Iglesia se convenció de que había vivido una vida tan sencilla y pura, que se la debía considerar como una santa. He aquí por qué se la llama hoy Santa Elena.

Hay que mencionar ahora una ironía harto extraña. Había en el condado de York, donde muchos templos llevan el nombre de la santa emperatriz, antes de la Reforma, una vieja iglesia edificada encima de la muralla de la ciudad. En esta iglesia yace el cuerpo de Constancio Cloro, padre de Constantino el Grande y esposo de Santa Elena. Pero nadie pensó jamás en él, sino en la buena campesina a quien se tenía continuamente en la memoria. Dieron a dicho templo el nombre de Santa Elena y nunca dedicaron un solo pensamiento al difunto emperador, que yace en una urna en el interior de la iglesia, la cual lleva el nombre de la pobre mujer a quien despreció en la hora de su triunfo.


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