NUREDIN Y LA HERMOSA PERSA


Cuando el buen Harún Al-Raschid pasó a ser califa de Bagdad, hizo a su primo Zenebi rey de Basora, y Zenebi entonces pensó escoger a una dama que fuera digna de ser su reina. Encargó a su ministro que le buscara una doncella perfecta en gracia y hermosura y sin par por su buen juicio y discreción.

Durante largo tiempo el ministro procuró en vano hallar a una tal doncella, pero una mañana un mercader llevó a su casa a una esclava persa, muchacha muy hermosa y de relevantes prendas. El ministro le reservó varias habitaciones de su casa, y resolvió presentarla al rey; pero en el curso del día el hijo del ministro, Nuredín, la vio y se enamoró de ella locamente, como se enamoró también ella de él, de modo que, cuando vino el ministro para conducirla al palacio real, la encontró sentada, en amable plática, al lado de Nuredín.

-¡Oh, infeliz muchacho! -exclamó-. Me has arruinado; el rey averiguará lo que pasa.

Pero después de luchar entre el amor paternal y su adhesión al rey, el ministro cedió y permitió que Nuredín se casara con la bella persa. Luego procuró calmar al monarca explicándole cuan difícil era hallar a una doncella en quien se juntasen gran hermosura y sin par discreción; mas el soberano se enteró de lo que había sucedido con la bella persa, y mandó a su guardia en busca de Nuredín y la doncella.

Por fortuna, un amigo del joven oyó el mandato y se apresuró a llevarle la noticia, y los jóvenes esposos huyeron inmediatamente de Basora y se dirigieron a Bagdad. Cuando llegaron a esta ciudad no supieron a dónde dirigirse, pues nunca habían estado en ella, y después de vagar por las concurridas calles hasta cansarse, entraron por un portal que conducía a un espléndido jardín, se sentaron junto a un surtidor y se durmieron. Al anochecer, un anciano los despertó.

-Le ruego nos perdone por habernos quedado dormidos aquí, -dijo Nuredín-. Somos extranjeros y hemos paseado por la ciudad hasta quedar rendidos. Este jardín es realmente el lugar más delicioso que he visto en mi vida. ¡Oh, qué hombre tan feliz es usted que posee semejante paraíso!

Ahora bien, el jardín era, en realidad, uno de los lugares de solaz del gran califa, y el anciano, uno de los guardianes; pero éste se sintió tan halagado por haber sido confundido con el dueño del jardín, que se ofreció a mostrar a Nuredín y a la bella persa el regio pabellón de recreo que se levantaba allí mismo, frente al palacio real. Los condujo por la dorada escalinata al interior de la gran sala construida de jaspe y adornada con los más preciosos tesoros del reino. A la vista de tanto esplendor, Nuredín se llenó de gozo, entregó al anciano un puñado de oro y le dijo:

-Permitidme, os lo ruego, celebrar aquí un banquete esta noche. Dad este oro a uno de vuestros esclavos y hacedle comprar una buena provisión de viandas, frutas y vinos.

El anciano salió corriendo a la calle, compró una buena comida y regresó con ella al pabellón. Nuredín y la bella persa encendieron todas las suntuosas lámparas, abrieron las ochenta ventanas de la gran sala, luego se sentaron a la mesa y empezó el festín.

Ahora bien, el califa de Bagdad alcanzaba a ver el pabellón de recreo desde su palacio y se sorprendió mucho viendo las luces que resplandecían en todas las ventanas de la regia sala. Otro gobernante menos discreto habría mandado algún cortesano a averiguar lo que pasaba, pero a Harún Al-Raschid le gustaba ver las cosas por sus propios ojos. Se disfrazó, pues, de mendigo, se fue al jardín y se deslizó en el pabellón de recreo en el mismo momento en que la bella persa entonaba una canción acompañándose con un laúd.

-¡Qué voz tan dulce! -dijo el califa-. Tengo que encontrar un medio de llegar a ver a esta cantante.

Mientras pensaba lo que haría, vio a un hombre que pescaba en el arroyo que corría por el jardín.

-¿Has pescado algo? -preguntó.

-Dos buenos peces.

El califa los compró, entró en el pabellón y dijo a Nuredín:

-Veo que estáis celebrando un festín, y como acabo de pescar dos hermosos peces, he pensado vendéroslos.

-Muy bien -dijo Nuredín-. Pero los quiero fritos.

El califa fuese, volvió poco después con el pescado frito, y lo sirvió a los tres comensales.

Cuando Nuredín hubo comido su parte, dio a Harún Al-Raschid un puñado de oro, y le dijo:

-Acepta, te lo ruego, este pequeño regalo. No he probado nunca un pescado mejor.

El califa tomó el oro, dio las gracias a Nuredín, y añadió:

-Y ahora ¿puedo pedir un gran favor? Me gustaría mucho oír cantar a vuestra bella esposa una canción.

La bella persa tomó luego su laúd y cantó canción tras canción y el califa la escuchaba deleitado, mientras Nuredín le iba contando la historia de su casamiento y su huida. Harún Al-Raschid manifestó entonces a Nuredín que él era en realidad el califa, mandó una carta al rey Zenebi, en la que le ordenaba abandonar el trono e hizo a Nuredín y a la bella persa reyes de Basora.


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