LOS GANSOS DEL CAPITOLIO


Roma se hallaba sitiada. Un nuevo y terrible enemigo había caído sobre ella. Estas gentes, que procedían del Norte, eran corpulentas y fieras, sus ojos eran penetrantes y azules y sus cabellos brillantes guedejas rubias de color de oro. Se las conocía en el mundo con el nombre de galos.

Libráronse encarnizadas batallas dentro de la misma ciudad, y las legiones de Roma fueron una y otra vez arrolladas. Eran los galos tan valientes como fuertes. Arrojábanse sobre las filas romanas lanzando alaridos terribles y casi siempre lograban romperlas y sobrepasarlas.

Los romanos se vieron obligados, por fin, a retirarse a su postrer baluarte, llamado el Capitolio. Allí se consideraban seguros, porque, ¿quién sería capaz de trepar por tan escarpadas rocas para escalar sus imponentes murallas? ¡Mas juzgúese el dolor de los soldados romanos al contemplar desde los muros que los cobijaban cómo aquellos galos salvajes incendiaban sus viviendas, llevándose como botín todo cuanto poseían!

El hambre, por otra parte, no tardó en afligir a los romanos sitiados. Más de una vez habrán contemplado, codiciosos, los blancos gansos sagrados que vivían en el templo de Juno, y habrá pasado por sus mentes la criminal idea de devorarlos. Pero siendo para ellos divinas estas aves, poner sus pensamientos en práctica hubiera sido un tremendo sacrilegio.

Aconteció una noche que un intrépido joven romano, llamado Manlio, hallándose durmiendo, al lado de su espada junto al templo de Juno, vio interrumpidos sus no plácidos sueños por un extraño ruido que le hizo despertar sobresaltado y ponerse de pie, desenvainando su espada.

No tardó en descubrir que la causa de su alarma habían sido los gritos de los gansos sagrados. ¿Qué habría podido perturbar a estas aves?

El rumor siguió creciendo, y los gansos, presas de terrible pánico, interrumpían el silencio de la noche con sus agudos graznidos.

Manlio acercóse a la muralla y mirando hacia el fondo del precipicio, ¡encontróse cara a cara con un galo!

El jefe de aquellos bárbaros había guiado a sus huestes en un ataque nocturno, e iba ya a saltar él mismo la muralla, cuando Manlio, cogiéndole en el acto por las robustas muñecas, le arrancó los dedos del borde del parapeto, y lo despeñó entre las rocas.

El nocturno clamor de las sagradas aves crecía sin cesar. Los romanos despertaron de su sueño, y, requiriendo sus armas, acudieron presurosos a averiguar qué ocurría; al ver a Manlio solo, que defendía las murallas, acudieron en su socorro, lanzando gritos de victoria y, en pocos instantes toda la guarnición estaba sobre las armas, y los galos fueron rechazados en completa derrota.


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