Quienes eran los caballeros de la capa y el juramento que hicieron


Los doce hidalgos pertenecían al número de los vencidos el 6 de abril de 1538 en la batalla de las Salinas. El vencedor les había confiscado sus bienes, y gracias que les permitía respirar el aire de Lima, donde vivían de la caridad de algunos amigos. El vencedor, como era de práctica en esos siglos, pudo ahorcarlos sin andarse con muchos perfiles; pero don Francisco Pizarro se adelantaba a su época, y parecía más bien hombre de nuestros tiempos, en que el enemigo no siempre se mata o aprisiona, sino que se le quita por entero o merma la ración de pan. Caídos y levantados, hartos y hambrientos, eso fue la colonia en la época de Pizarro.

Llamábanse los doce cabnlleros: Pedro de San Millán, Cristóbal de Sote-lo, García de Alvarado, Francisco de Chaves, Martín de Bilbao, Diego Méndez, Juan Rodríguez Barragán, Gómez Pérez, Diego de Hoces. Martín Carrillo, Jerónimo de Almagro y Juan Tello, todos ellos valientes soldados.

Pedro de San Millán, caballero santiagués, contaba treinta y ocho años y pertenecía al número de los ciento setenta conquistadores que capturaron a Atahualpa. Al hacerse la repartición del rescate del inca, recibió ciento treinta y cinco marcos de plata y tres mil trescientas treinta onzas de oro. Leal amigo del mariscal don Diego de Almagro, siguió la infausta bandera de éste, y cayó en la desgracia de los Pizarros, que le confiscaron su fortuna, dejándole por vía de limosna el desmantelado solar de Judíos, y como quien dice: “basta para un gorrión pequeña jaula”. San Millán, en sus buenos tiempos, había pecado de rumboso y gastador; era bravo, de gentil apostura y muy apreciado por todos aquellos que lo trataban.

Cristóbal do Sotelo frisaba en los cincuenta y cinco años, y como soldado que había militado en Eurona, era su consejo tenido en mucho. Fue capitán de infantería en la batalla de las Salinas.

García de Alvarado era un arrogantísimo mancebo de veintiocho años, de aire marcial, de instintos dominadores, muy ambicioso y pagado de su mérito. Tenía sus ribetes de pícaro.

Diego Méndez, de la orden de Santiago, era hermano del famoso general Rodrigo Ordóñez, que murió en la batalla de las Salinas mandando el ejército vencido. Contaba Méndez cuarenta y tres años, y más que por hombre de guerra se le estimaba por galanteador y cortesano.

Don Francisco de Chaves. Martín de Bilbao, Diego de Hoces. Gómez Pérez y Martín Carrillo, sólo nos dicen los cronistas que fueron intrépidos soldados y muy queridos de los suyos. Ninguno de ellos llegaba a los treinta y cinco años.

Don Juan Tello, el sevillano, fue uno de los doce fundadores de Lima; eran los otros el marqués Pizarro, el tesorero Alonso Riquelme, el veedor García de Salcedo, el sevillano Nicolás de Rivera el Viejo. Ruiz Díaz, Rodrigo Mazuelas, Cristóbal de Peralta, Alonso Martín de Don Benito, Cristóbal Palomino, el salamanquino, Nicolás de Rivera el Mozo, y el secretario Picado. Los primeros alcaldes que tuvo el Cabildo de Lima fueron Rivera el Viejo, y Juan Tello. Como se ve, el hidalgo había sido importante personaje, y en la época en que lo vemos tenía cuarenta y seis años.

Jerónimo de Almagro era nacido en la misma ciudad que el mariscal, y por esta circunstancia y la del apellido se llamaban primos. Tal parentesco no existía, pues don Diego fue un pobre expósito. Jerónimo rayaba en los cuarenta años.

La misma edad contaba Juan Rodríguez Barragán, tenido por hombre de gran audacia, a la par que de mucha experiencia.

Sabido es que, en nuestros días, ningún hombre que en algo se estima sale a la calle en mangas de camisa; así, en los tiempos antiguos, nadie que aspirase a ser tenido por decente osaba presentarse en la vía pública sin la respectiva capa. Hiciera frío o calor, el español antiguo y la capa andaban en consorcio, ya en el paseo y el banquete, ya en la fiesta de la iglesia.

Para colmo de miseria de nuestros doce hidalgos, entre todos ellos no había más que una capa; y cuando alguno estaba forzado a salir, los once restantes quedaban arrestados en la casa, por falta de la indispensable prenda de vestir.

Antonio Picado, el secretario del marqués don Francisco Pizarro, o más bien dicho, su demonio de perdición, hablando un día de los hidalgos, los llamó Caballeros de la cava. El mote hizo fortuna y corrió de boca en boca.

Aquí viene a cuento una breve noticia biográfica de Picado.

Vino éste al Perú, en 1534, como secretario del mariscal don Pedro de Alvarado, el del famoso salto en México. Cuando Alvarado, pretendiendo que ciertos territorios del Norte no estaban comprendidos en la jurisdicción de la conquista señalada por el emperador a Pizarro, estuvo a punto de batirse con las fuerzas de don Diego de Almagro, Picado vendía a éste los secretos de su jefe, y una noche, recelando que se descubriese su infamia, se fugó al campo enemigo. El mariscal envió fuerza a darle alcance, y no lográndolo, escribió a don Diego que no entraría en arreglo alguno si antes no le entregaba la persona del desleal. El caballeroso Almagro rechazó la pretensión, salvando así la vida a un hombre que después fue tan funesto para él y para los suyos.

Don Francisco Pizarro tomó por secretario a Picado, el que ejerció sobre el marqués una influencia fatal y decisiva. Picado era quien, dominando los arranques generosos del gobernador, le hacía obstinarse en una política de hostilidad contra los que no tenían otro crimen que el de haber sido vencidos en las Salinas.

Ya por el año de 1541 sabíase de positivo que el monarca, inteligenciado de lo que pasaba en estos reinos, enviaba al licenciado don Cristóbal Vaca de Castro para residenciar al gobernador; y los almagristas, preparándose a pedir justicia por la muerte dada a don Diego, enviaron para recibir al comisionado de la corona y prevenir su ánimo con informes, a los capitanes Alonso Portocarrero y Juan Balsa. Pero el juez pesquisidor no tenía cuando llegar. Enfermedades y contratiempos marítimos retardaban su arribo a la ciudad de los Reyes.

Pizarro, entretanto, quiso propiciarse amigos aun entre los caballeros de la capa; y envió mensajes a Sotelo, Chaves y otros, ofreciéndoles sacarlos de la menesterosa situación en que vivían. Pero en honra de los almagristas es oportuno consignar que no se humillaron a recibir el mendrugo que se les quería arrojar.

En tal estado las cosas, la insolencia de Picado aumentaba de día en día, y no excusaba manera de insultar a los de Chile, como eran llamados los parciales de Almagro. Irritados éstos, pusieron una noche tres cuerdas en la horca con carteles que decían: Para Pizarro. Para Picado. Para Velázquez.

El marqués, al saber este desacato, lejos de irritarse, dijo sonriendo:

-¡Pobres! Algún desahogo les hemos de dejar y bastante desgracia tienen para que los molestemos más. Son jugadores perdidos y hacen extremos de tales.

Pero Picado se sintió, como su nombre, picado; y aquella tarde, que era la del 5 de junio, se vistió de jubón y una capetilla francesa, bordada con higas de plata, y montando un soberbio caballo pasó y repasó, haciendo caracolear al animal, por las puertas de Juan de Rada, tutor del joven Almagro, y del solar de Pedro de San Millán, residencia de los doce hidalgos, llevando su provocación hasta el punto de que, cuando algunos de ellos se asomaron, les hizo un gesto insultante, y picó espuelas al bruto. Los caballeros de la capa mandaron llamar inmediatamente a Juan de Rada. Pizarro había ofrecido al joven Almagro, que quedó huérfano a la edad de diez y nueve años, ser para él un segundo padre, y al efecto lo aposentó en palacio; pero fastidiado el mancebo de oír palabras en mengua de la memoria del mariscal y de sus amigos, se separó del marqués y se constituyó pupilo de Juan de Rada. Era éste un anciano muy animoso y respetado, pertenecía a una noble familia de Castilla y se le tenía por hombre de gran cautela y experiencia. Habitaba en el portal de Botoneros, que así se llama en Lima a los artesanos que en otras partes son pasamaneros, unos cuartos del que hasta hoy se conoce con el nombre de callejón de los Clérigos. Rada vio en la persona de Almagro el Mozo un hijo, y una bandera para vengar la muerte del

 

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-¡Traidores! ¿Por qué me queréis matar? ¡Qué desvergüenza! ¡Asaltar como bandoleros mi casa! -gritaba furioso Pizarro, blandiendo la espada; y a tiempo que hería a uno de los conjurados, que Rada había empujado sobre él, Martín de Bilbao le acertó una estocada en el cuello.

El conquistador del Perú sólo pronunció una palabra: “¡Jesús!”, y cayó, haciendo con el dedo una cruz de sangre en el suelo y besándola.

Entonces Juan Rodríguez Barragán le rompió en la cabeza una garrafa de barro de Guadalajara. y don Francisco Pizarro exhaló el último aliento.

Con él murieron Martín de Alcántara y los dos pajes, quedando gravemente herido Ortiz de Zarate.

Quisieron más tarde sacar el cuerpo de Pizarro y arrastrarlo por la plaza; pero los ruegos del obispo de Quito y el prestigio de Juan de Rada estorbaron este acto de bárbara ferocidad. Por la noche, dos humildes servidores del marqués lavaron el cuerpo; le vistieron el hábito de Santiago, sin calzarle las espuelas de oro, que habían desaparecido; abrieron una sepultura en el terreno de la que hoy es catedral, en el patio que aun se llama de los Naranjos, y enterraron el cadáver. Encerrados en un cajón de terciopelo con broches de oro se encuentran hoy los huesos de Pizarro, bajo el altar mayor de la catedral. Así es la general creencia.

Realizado el asesinato, salieron sus autores a la plaza gritando: “¡Viva el rey! ¡Muerto es el tirano! ¡Viva Almagro! ¡Póngase la tierra en justicia!” Y Juan de Rada se restregaba las manos con satisfacción, diciendo: “¡Dichoso día en el que se conocerá que el mariscal tuvo amigos tales que supieron tomar cumplida venganza de su matador!”

Inmediatamente fueron presos Jerónimo de Aliaga, el factor Illán Suárez de Carbajal, el alcalde, del Cabildo; Nicolás de Rivera el Viejo, y muchos de los principales vecinos de Lima. Las casas del marqués, de su hermano Alcántara y de Picado fueron saqueadas. El botín de la primera se estimó en cien mil pesos, el de la segunda en quince mil pesos y el de la última en cuarenta mil.

A las tres de la tarde, más de doscientos almagristas habían creado un nuevo Ayuntamiento; instalado a Almagro el Mozo en palacio, con título de gobernador, hasta que el rey proveyese otra cosa; reconocido a Cristóbal de Sotelo por su teniente gobernador, y conferido a Juan de Rada el mando del ejército.

Los religiosos de la Merced que, así en Lima como en el Cuzco, eran almagristas, sacaron la custodia en procesión y se apresuraron a reconocer al nuevo gobierno.

El alma de la conjuración había sido Rada, y Almagro el Mozo ignoraba todos los planes de sus parciales. No se le consultó para el asesinato de Pizarro, y el joven caudillo no tuvo en él más parte que aceptar el hecho consumado.

Preso el alcalde Velázquez, consiguió hacerlo fugar su hermano, el obispo de Cuzco, fray Vicente Valverde. Embarcáronse luego los dos hermanos para ir a juntarse con Vaca de Castro; pero en la isla de la Puna, los indios los mataron a flechazos, junto con otros diez y seis españoles.

Velázquez escapó de las brasas para caer en las llamas. Los caballeros de la capa no le habrían tampoco perdonado la vida.

Desde los primeros síntomas de la revolución, Antonio Picado se escondió en casa del tesorero Riquelme, y descubierto al día siguiente su asilo, fueron a prenderlo. Riquelme dijo a los almagristas: “No sé dónde está el señor Picado”, y con los ojos les indicó lo buscasen debajo de la cama.

Los caballeros de la capa presididos por Juan de Rada y con anuencia de don Diego, se constituyeron en tribunal. Cada uno enrostró a Picado el agravio que de él había recibido cuando era omnipotente cerca de Pizarro; luego le dieron tormento para que revelase dónde el marqués tenía tesoros ocultos; y por fin, el 29 de setiembre, le cortaron la cabeza en la plaza, con el siguiente pregón, dicho en voz alta por Cosme Ledesma, negro ladino, en la lengua española, a toque de caja y acompañado de cuatro soldados con picas y otros dos con arcabuces y cuerdas encendidas: “Manda su majestad que muera este hombre por revolvedor de estos reinos, e porque quemó e usurpó muchas provisiones reales, encubriéndolas porque venían en gran daño al marqués e porque cohechaba e había cohechado mucha suma de pesos de oro en la tierra”.

El juramento de los caballeros de la capa se cumplió al pie de la letra, y tal como ellos lo habían calculado. La famosa capa le sirvió de mortaja a Antonio Picado.