LA VIRTUD Y SENCILLEZ DE LOS GRANDES


El mariscal Enrique de la Tour D'Auvergne, vizconde de Turena, hizo su aprendizaje militar en la guerra de los Treinta Años, en 1630. Ríchelieu lo puso al mando de un regimiento de infantería, con el que participó en los sitios de Casal y La Mothe. Después tomó la ciudad de Turín, en Italia. En Alemania ganó la batalla de Northingen. Salió victorioso en Somershausen, actuó en la guerra civil de La Frenda, venció a las tropas de Conde y a los españoles en Las Dunas. Se apoderó de Dunkerque, y secundó a Mazzarino después de la paz de los Pirineos. Durante la guerra de la Quíntuple Alianza, devastó el Palatinado, venció a los imperiales en Mulhouse y murió combatiendo en Salzbach. Dejó escritas unas valiosas «Memorias».

Un cronista de su época se ha referido a Turena diciendo: «¿Quién hizo jamás mayores cosas que él? ¿Quién las hizo con más modestia?» Si lograba alguna ventaja, no la atribuía a su habilidad sino a una equivocación de los enemigos; en el parte de sus batallas, si daba cuenta de una victoria, lo refería todo y sólo olvidaba decir que era él quien la había ganado; cuando contaba alguna de esas acciones que lo habían hecho tan famoso, cualquiera hubiera dicho que él no fue más que un simple espectador de ellas, lo que permitía dudar si él o la fama se equivocaban; al regresar de las gloriosas campañas que inmortalizaron su nombre, huía de las aclamaciones populares, se sonrojaba de sus victorias y no osaba presentarse en la corte, porque el respeto lo obligaba a soportar los elogios con que le honraba siempre el rey.

Vivía Turena en París con la mayor sencillez, con sobriedad espartana. Su ejemplo recordaba a los héroes de la Roma antigua, pues no se singularizaba con ningún brillo exterior. Iba a la iglesia más cercana a oír misa y desde allí a pasearse por la ciudad, sin acompañamiento ni distintivo ni uniforme alguno, como un simple ciudadano. En un corrillo de trabajadores por el que atravesó cierta vez, no conociéndolo, le pidieron que fuese arbitro en una jugada. Turena midió la distancia con un bastón, pronunció su fallo y se vio injuriado por el perdedor. El mariscal, sonriéndose, iba a medir por segunda vez la distancia, al tiempo que varios oficiales de su ejército pasaban por allí y se acercaron a saludarle. El insolente mozo, al ver con quién trataba, se confundió en excusas, pero Turena tan sólo se contentó con responderle:

-Amiguito, has hecho mal en creer que yo quería engañarte.

Otra anécdota que de él se refiere, narra que una de las pocas veces que iba al teatro, se halló solo en un palco, al cual entraron varios forasteros con mucha pompa; éstos, que no lo conocían, quisieron obligarlo a que les cediese el puesto, y ante su negativa, tuvieron la insolencia de echarle al patio el sombrero y los guantes. Turena, sin perder la serenidad, rogó a un joven que fuese a recogerlos. Hízolo así aquél, y al devolvérselos, lo saludó por su nombre. Al saber de quién se trataba, se llenaron de confusión los insolentes forasteros, y, llenos de vergüenza, quisieron retirarse del palco, pero Turena, condescendiente, los detuvo diciéndoles, con su habitual sonrisa:

-Señores, con apretarse un poco, habría fácilmente puesto para todos.

Un general le propuso el medio de ganar cuatrocientos mil francos en quince días a costa del enemigo, sin que el gobierno tuviera la más mínima noticia de ello, y él le contestó:

-Yo os lo agradezco, pero como muchas veces he encontrado ya ocasiones semejantes y no he querido aprovecharlas, no creo que a la edad que tengo deba cambiar de conducta.

Así fue este gran mariscal de Francia, arquetipo de virtud y sencillez.


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