LA COMPASIÓN DE UN SABIO


La rabia o hidrofobia era un cruel azote para la humanidad, y sus víctimas se contaban por millares todos los años. La sola aparición de un lobo, un perro o cualquier otro animal rabioso, bastaba para sembrar el terror en toda una región, terror que no desaparecía con la muerte del animal, ya que si alguna persona resultaba mordida, difícilmente se salvaba y debía someterse a un tratamiento inhumano, tan doloroso como inútil.

El sabio francés Luis Pasteur estudió las características del mal, y realizó en los animales felices experiencias que le hicieron prever el triunfo definitivo. Para lograrlo debía inocular su vacuna en seres humanos; pero como sus trabajos y experimentos eran combatidos por “hombres de ciencia” que le negaban derechos por carecer del título de médico, la enfermedad seguía haciendo estragos ante los ojos indiferentes de aquellos “sabios” que, cruzados de brazos, ni hacían ni dejaban hacer, y Pasteur continuaba esperando la ocasión de aplicar la vacuna salvadora.

La oportunidad llegó al fin. Se llamaba José Meister y tenía 9 años. El pequeño, que presentaba catorce heridas y apenas podía caminar, había sido mordido cuando se dirigía a la escuela. El médico que lo atendió en el primer momento -una excepción honrosa-, aconsejó a la angustiada madre que fuera a París para consultar a Pasteur, el único hombre del mundo capaz de salvar a su hijo.

Grande era la desesperación de la madre, y tal la compasión que el sabio sintió por ella y por aquel niño que, abandonando sus escrúpulos, decidió aplicarle el tratamiento que había usado con los animales.

Treinta y dos días después tenía Pasteur la seguridad absoluta del triunfo; la vida del pequeño Meister estaba salvada. Fueron treinta y dos días de lucha, de intensas emociones contradictorias; al temor del fracaso, al más grande desaliento, sucedía el mayor optimismo, la alegre esperanza del éxito final.

La noticia del nuevo descubrimiento se difundió lentamente; la mayoría lo negaba atribuyéndolo a la casualidad; la resistencia se hizo mayor cuando, poco después, el sabio curaba a otro niño mordido por un lobo mientras apacentaba su rebaño; pero las críticas quedaron desvirtuadas totalmente cuando logró salvar a numerosos enfermos que llegaron desde lejanos lugares para hacerse tratar por él -tal el caso de los diecinueve campesinos rusos de Smolensky, que permitió comprobar la veracidad del descubrimiento y la seriedad y seguridad del nuevo tratamiento.


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