De cómo en el corazón de la selva guaranítica elevóse un emporio ordenado y feliz


Hacia los comienzos del siglo xvii, por requerimiento del rey Felipe III, la Compañía de Jesús decidió enviar a las tierras nuevas de América un grupo seleccionado de misioneros; desde distintos puntos del continente europeo, llegaron así al Paraguay, donde se radicaría uno de los núcleos jesuitas más importantes, sino el más, sabios y sacrificados frailes que con el correr de los años realizarían uno de los experimentos sociales más sorprendentes e interesantes de la época colonial americana: las misiones jesuíticas.

Pero antes que en la selva se alzaran los magníficos templos; antes que talleres de artesanía y sembradíos ubérrimos trocaran la floresta hasta entonces indómita en fabril centro urbano; antes que todo ese prodigio ocurriera, muchos fueron los jesuitas que perdieron la vida a manos de los siniestros colonizadores clandestinos, los llamados “paulistas”, esto es, hombres de aventura que violaban las fronteras del dominio español, sojuzgaban a los indefensos indígenas y los arreaban, cual si fuesen ganado, al territorio portugués, donde vivían la dolorosa y breve existencia del esclavo.

Los jesuitas establecieron el núcleo principal en San Ignacio, centro urbano así llamado en honor del patrono de la orden, san Ignacio de Loyola; la reducción fue fundada por el padre Lorenzana hacia 1610, cuando la provincia jesuítica era gobernada por el padre Diego de Torres, el primer Provincial. Actualmente el lugar de su emplazamiento se halla en suelo argentino, pues las misiones se expandieron por un extenso territorio cuyos límites encerrarían hoy regiones de cuatro países: Paraguay, Argentina, Brasil y Uruguay.

Entre ese año de 1610 y el de 1628, en cuyo transcurso pereció a manos de los indios el beato González, uno de los más emprendedores misioneros, se fundaron varias reducciones, entre ellas la de Itapúa, que daría origen a la actual ciudad de Villa Encarnación; Concepción, San Nicolás, San Javier, Yapeyú, Candelaria; algunas lo fueron en territorio actualmente perteneciente a la República Argentina, como Yapeyú, en cuyo seno habría de nacer años después el libertador San Martín.

Las dificultades que debieron vencer aquellos nuevos cruzados, casi inermes, pues sólo en 1644 se les autorizó armarse para su defensa, se ponen de manifiesto cuando comprobamos, por ejemplo, que en cuatro años los paulistas atacaron e incendiaron nueve poblados, y capturaron 60.000 indígenas que se llevaron cautivos para venderlos como esclavos.

Ésta fue una de las razones que determinaron a los jesuitas a llevar más al sur el emplazamiento de las misiones; a mediados del siglo xvii más de 48 pueblos habían prosperado en esa nueva región: algunos de ellos se hallaban en jurisdicción del gobierno del Paraguay, otros en la del de Buenos Aires. Y todo eso hubo de hacerse por obra y gracia de tan sólo medio centenar de misioneros, que no pasó de 50 su número en aquel primer medio siglo de vida de las misiones jesuíticas en las tierras del Plata. Después aumentó, pero nunca fueron más de 400; en cambio, el de los indígenas civilizados por ellos, residentes en la planta urbana de las misiones o en la zona de los campos de cultivo inmediatamente aledaña a las mismas, se elevó a 100.000 almas.