Cómo vivían los habitantes de una misión jesuítica paraguaya


Todas las reducciones jesuíticas estaban trazadas de acuerdo con el mismo plan: una gran plaza cuadrada o rectangular ocupaba el centro poblado. Uno de los lados de la plaza enfrentaba al edificio de la iglesia; detrás estaba el cementerio, y a ambos costados, la casa de los misioneros, la de las viudas y huérfanos, la dependencia de la escuela y los talleres y depósitos. Todos los edificios eran de ladrillo, fabricados por los mismos indios, o de piedra, muchas veces magníficamente tallada, como se puede ver en las ruinas de San Ignacio, en la provincia argentina, de Misiones.

Las casas de los indígenas, construidas y amuebladas como la de los misioneros, ocupaban el resto de la población; los campos de cultivo rodeaban el núcleo urbano.

Es con relación al trabajo y a la distribución de sus frutos en lo que hallamos en las misiones de la Compañía de Jesús una sorprendente concepción: cada indígena reducido, esto es, acogido en el seno de la religión católica, y determinado a vivir en la reducción, recibía en el acto de ingresar a un poblado una parcela de terreno, en propiedad y con derecho a transmitírsela por herencia a sus hijos; allí podía él cultivar los productos que le pluguiera: maíz, mandioca, batata, legumbres, caña de azúcar, frutales. El “estado”, la comunidad, proveía los útiles de labranza, cuya propiedad era colectiva: todos tenían derecho a servirse de ellos; correspondientemente, aquel que los estropease de intento o los abandonase era sancionado en proporción al daño que cometiera en perjuicio del bien común. Con el fin de obtener recursos para los impedidos, ancianos y niños, y, en general para todos aquellos que no pudieran proveer a sus necesidades, existía un fondo de socorro, proveniente de lo que producía el campo común, es decir, un plantío donde todos los hombres aptos debían laborar determinado número de días por semana. Los frutos allí cosechados pasaban a engrosar las existencias de los depósitos comunales, que proveían también la simiente distribuida entre los nuevos miembros de la reducción, o lo necesario en caso de catástrofe o contingencia similar. El trabajo del indígena era libre, esto es, no existía otro imperativo que no fuera el de su propio interés, que le obligaba a subvenir sus necesidades y las de la comunidad. Los niños concurrían diariamente a la escuela-taller, donde con las primeras letras aprendían oficios y artesanías. El analfabetismo prácticamente no existió en las misiones jesuíticas.

El gobierno de la población era ejercido por los mismos indígenas: ellos elegían su cabildo, su corregidor, etcétera. Los jesuitas administraban la justicia, previa denuncia ante el alcalde.