Andanzas y desventuras de los primeros españoles que hallaron la tierra mexicana


Las tres naves de la flota de Hernández de Córdoba llegaron al pueblo de Campeche, donde fueron bien recibidos; empero, sintiéndose amenazados por la presencia de poderosos escuadrones de guerreros apostados en las proximidades, los españoles se retiraron. Una tempestad los obligó a acercarse a Potonchán (Champotón), donde se reabastecieron de agua potable; en eso se hallaban cuando fueron atacados sañudamente por los indios, quienes dieron muerte a más de cincuenta hombres, y capturaron a varios más; el soldado cronista, Bernal Díaz del Castillo, que luego volvería con Cortés, y otros, fueron heridos; el lugar recibió el nombre de costa de la Mala Pelea. Prosiguieron la exploración hacia el Norte, tocaron la Florida y tornaron a Cuba. Hernández de Córdoba, muy mal herido, falleció a poco sin haber podido cumplir su ambicioso proyecto.

Como los recién llegados trajeran consigo una cierta cantidad de oro, y noticias de la abundancia del metal en las tierras apenas vislumbradas, Diego Velázquez dispuso en 1518 una nueva expedición bajo el comando de Juan de Grijalva; debió seguir el rumbo de la precedente, pero las corrientes la desviaron hasta la isla de Cozumel, frente al Yucatán, donde desembarcaron. Grijalva clavó el estandarte real sobre un templo maya, y mandó celebrar la primera misa que se ofició en territorio mexicano; se abastecieron de provisiones y continuaron hasta Potonchán. Allí fueron enfrentados por los naturales, n quienes derrotaron; en esas regiones andaban cuando uno de los soldados, según quiere la tradición, observó semejanza entre un caserío de indios, de cal y canto, con las construcciones de pueblitos españoles, de donde surgió el nombre que habría de darse luego al virreinato: Nueva España.

En llegando a la desembocadura de una de las caudalosas corrientes que vierten en el golfo de México, internáronse por ella con las naves de calado menor: así quedó descubierto y bautizado el río Grijalva. Luego, tornando proa hacia el Oeste, llegaron a un punto en el que toparon con pobladores pacíficos, quienes los invitaron a poner pie en tierra y los agasajaron luego con un banquete, al término del cual los españoles trocaron baratijas y cuentas por oro, por un valor calculado entonces en más de quince mil pesos.

Anoticiáronse allí de la existencia de un poderoso monarca, llamado Moctezuma II, y de la magnitud de su imperio que llegaba hasta las tierras que pisaban. A su vez, el emperador azteca se enteró de la llegada de los tripulantes de los “montes redondos en el agua de los que salían hombres a pescar en bateles”, como llamaron los ingenuos indios a las naos de los conquistadores. Moctezuma envió en calidad de regalos, riquezas que deslumbraron a los españoles, y junto con ellas algunos observadores, que debían informar si los recién llegados eran aquellos que la profecía del dios Quetzalcóatl anunciaba: los que, desde las regiones del levante, vendrían a poner fin a su reinado.

Proseguida la marcha, arribaron a una isla que llamaron de los Sacrificios, por los restos de cuerpos inmolados que hallaron en un templo de ella, y luego a la de San Juan de Ulúa. Aunque Grijalva se atuvo a las instrucciones del gobernador Velázquez, que le mandaban no hacer ningún género de fundaciones, extendió la exploración hasta la desembocadura del río Panuco, donde fueron acometidos por los indios; enfermos o heridos, con una de las naves en estado deficiente, y las provisiones agotadas, Grijalva determinó tornar a la isla de Cuba.

Así concluyeron las dos primeras incursiones de los españoles en México: tanto la de Hernández de Córdoba cuanto la de Grijalva agigantaron la leyenda que circulaba ya sobre la riqueza en oro que guardaba el imperio indígena de Moctezuma; conocieron además que los nativos que lo habitaban no pertenecían al grupo de desnudos e indefensos aborígenes del Caribe, sino que, poseedores de una civilización más avanzada, vestían telas de algodón de colores diversos, cultivaban los campos, se adornaban con joyas y, lo que era digno de tenerse muy en cuenta, tenían un ejército organizado, cuyos guerreros se protegían con armaduras acolchadas y rodelas, y utilizaban armas ofensivas tales como flechas y lanzas.