Cómo la idea de la independencia fue adueñándose del espíritu de los chilenos


A principios del siglo xix era rey de España Carlos IV, monarca indolente y débil, que había confiado las riendas del gobierno a Manuel Godoy, un favorito a quien los españoles detestaban. Las esperanzas de la nación se hallaban fijadas en el heredero de la corona, el príncipe Fernando, al que se suponía adornado de virtudes. Las circunstancias mostraron después cuan infundadas eran tales esperanzas.

Carlos IV cayó totalmente en manos del emperador Napoleón, que a poco ocupó militarmente el territorio español. La abdicación de Carlos en favor de José Bonaparte, hermano del Gran Corso, y la prisión del ex rey y de su hijo Fernando motivaron la total sublevación del pueblo español, que atacó a las guarniciones francesas acantonadas en diversas regiones de la península, las más de las veces sin otro recurso bélico que su patriotismo y su fervor. Al mismo tiempo se organizaban juntas para gobernar el país durante la cautividad de Fernando, a quien llamaron su legítimo monarca. Empero, el poderío de las fuerzas francesas era incontrastable frente a un pueblo prácticamente desarmado: poco a poco, toda España cayó bajo el imperio militar napoleónico, excepto la isla de León, donde se refugió el Consejo de Regencia, que pretendía mantener los derechos de Fernando VII y gobernar en su nombre a través de las juntas organizadas por el pueblo.

La repercusión de todos estos sucesos en las provincias americanas fue enorme: en Chile, como en las demás, las personalidades deliberaban en corrillos sobre lo que debía hacerse, y el pueblo comentaba las noticias que de tarde en tarde traía algún barco extranjero. Pero unos y otros estaban de acuerdo en un punto: a saber, que Fernando VII debía ser reconocido como legítimo soberano, y José Bonaparte, repudiado, pues no era sino un usurpador.

La disidencia en ese punto comenzaba cuando se aludía a la representación del monarca: los españoles residentes en Chile afirmaban que debía reconocerse a la autoridad con sede en la isla de León, esto es, el Consejo de Regencia; los criollos, por su parte, sostenían el derecho del pueblo de las provincias americanas a obrar como lo había hecho el de las peninsulares: constituir juntas que gobernaran en nombre del rey Fernando VIL

Era entonces presidente de Chile don Francisco A. García Carrasco, un viejo militar que no se llevaba bien con la aristocracia santiaguina en virtud de su carácter poco sociable y su ninguna inclinación hacia las reuniones de palacio a que estaban acostumbrados aquellos señores, entre los que había un buen número de criollos partidarios del establecimiento de una junta de gobierno.

Como la agitación tomara estado público y la algazara callejera reemplazara a la relativa calma en que se habían hasta entonces desenvuelto los acontecimientos, Carrasco ordenó meter en prisión a tres de los principales vecinos de Santiago, acusados de sedición, y conducirlos luego a Valparaíso, con miras de embarcarlos rumbo al Perú, exilados.

El remedio fue peor que la enfermedad, pues en cuanto se enteraron los patriotas del acto del presidente Carrasco, inundaron las calles con manifestaciones hostiles al gobierno. Carrasco temió el estallido de una revuelta y revocó su orden contra los prisioneros, mandando que fueran devueltos al seno de sus hogares. Pero la autoridad delegada de: Valparaíso había embarcado ya a dos de ellos hacia el destierro; el tercero hallábase enfermo, en aquel puerto. Los habitantes de Santiago acusaron al presidente Carrasco de haber intentado burlarse de ellos, y la revuelta pareció inevitable. Los mismos partidarios del poder español apreciaron la gravedad de los sucesos que se desencadenaban, y la Real Audiencia, que, como hemos dicho antes, era el tribunal superior del reino, pidió a Carrasco que renunciara al poder, como único medio de conservar el orden público.

Según las leyes españolas, a falta de presidente correspondía este cargo al militar de mayor graduación con residencia en el reino. Cumplía ese recaudo el conde de la Conquista, don Mateo Toro Zambrano, viejo comerciante, de más de ochenta años de edad, no sólo nacido en Chile sino de familia chilena.

Por supuesto, ni el conde de la Conquista, ni la mayoría de las personas que habían contribuido a la renuncia de Carrasco, pensaban hasta entonces ni en la independencia de Chile, ni en desconocer la autoridad del rey de España. En nombre de éste iba a gobernar el anciano conde, como lo había hecho su predecesor. Chilenos y españoles celebraron el acontecimiento como un triunfo; los primeros, porque iban a tener de presidente a un compatriota, y los segundos, porque se deshacían de un gobernante cuyas torpezas podían dar al traste con el orden existente.

Pero los partidarios del establecimiento de una junta no se dieron por satisfechos, y continuaron sus trabajos alrededor del nuevo presidente, que, como chileno, era pariente o amigo de los principales de ellos.

Al cabo de muy pocos meses el anciano conde resolvió acceder a los deseos de los que lo rodeaban, y consintió en renunciar el poder en manos de una junta elegida por los principales vecinos de Santiago; dicho organismo gobernaría el país a nombre del rey Fernando VII, mientras durase la cautividad de éste.

El 18 de setiembre de 1810 quedó instalada la Junta, presidida por el propio conde de la Conquista.

Los chilenos celebran el aniversario de aquel día como su fiesta nacional, no porque entonces fuera declarada la independencia del país, sino porque en esa fecha se inauguró un gobierno que, aunque bajo la soberanía del rey de España, tuvo su origen en la voluntad de los chilenos, condición que no poseyó ninguno de los gobiernos anteriores.

Se imponía, de esa forma, la existencia de un conglomerado social y político diferente de la metrópoli.