Un poema que narra la búsqueda de la libertad emprendida por los eslavos prófugos


Existe un bello poema de Vicente de Carvalho que canta, con inspirada expresión dramática, el episodio terrible de la fuga de una banda de esclavos, y la precipitada y dura marcha de los infelices a Jabaquara, lugar apartado y seguro, donde se respira el aire embalsamado de la libertad, la Canaán de los cautivos.

Hay en la banda ancianos, mujeres y niños que han caminado ya muchas leguas huyendo de los verdugos. El poema comienza suponiendo que los fugitivos se hallan en el corazón de una selva oscura, entre bejucos y lianas que les dificultan la marcha, hiriéndose los pies con las aristas de los; guijarros y los salientes de las raíces. Están extenuados y destrozados, heridos y hambrientos, habiendo dejado durante su marcha forzada, por la premura de la fuga, sus miserables vestidos entre las espinas de la maleza que les laceran los pies...

Una esclava moza que, como las demás, sueña con Jabaquara sin olvidar el cautiverio, el látigo ni la brutalidad de los capataces, lleva en sus brazos un hijo a quien devora la fiebre y que le pide alimento. Cansada, famélica ella también, jadeante, angustiada por el resultado incierto de aquella jornada terrible, da al niño su pecho escurrido y mustio. Y el hijo, en la agonía de un próximo desenlace, gime dolorosamente el santo nombre de madre...

Los fugitivos casi no pueden ya caminar. De repente, óyense los ladridos de la jauría de los capitanes del bosque, esto es, los perros de los soldados que los persiguen para restituirlos al amo, al cepo y al látigo.

La desesperación es terrible. Viendo morir a su hijo, la madre, después de un supremo beso, abandona el pequeño cadáver entre los brezos punzantes que ella y sus compañeros van abriendo con las manos, con los pies, con el rostro, con el pecho...

Hácese desesperada la huida; menudean los episodios angustiosos y dramáticos; aumenta la fatiga y la aflicción; y los más débiles apenas pueden ya tenerse en pie. Si no los sostuviera la esperanza de Jabacuara, se desplomarían sin aliento.

Entretanto, se oye más cercano el rumor de los perros olfateadores, y los esclavos, duchos en los ardides del bosque, guiados por la inteligencia de hombres y el instinto de fieras acosadas, se detienen, contienen la respiración y despistan a los perros, que pasan a distancia, buscando por otro lado a la miserable banda.

Y siguen avanzando entre dificultades y espinos, ocultos por las trágicas tinieblas de la noche protectora, subiendo y bajando cerros a través de la espesa selva.

De repente, orientada por fin, la jauría corre hacia los infelices, indicando a sus perseguidores el rumbo cierto que llevan.

Un esclavo joven y vigoroso decide proteger a la banda, y aconseja a los otros que, lejos de detenerse, aceleren la marcha y procuren salvar el trecho, ya no muy largo, que sepáralos de Jabaquara. Él permanecerá allí y procurará detener a las fuerzas perseguidoras.

Su piel es del color de las tinieblas. Su vista, acostumbrada a la oscuridad de la noche, le ayudará a vender cara su vida.

Cuando aparecen, al fin, los soldados, jadeantes también por la persecución, el formidable hércules negro decapita con su hoz a uno de ellos. Trábase entonces un combate encarnizado, que hace recordar los descritos por Sienkiewicz y Dumas padre. Cae un nuevo combatiente, luego otro. Pero al fin, un soldado, más astuto y cobarde que los otros, apártase unos pasos, y enfilando con su fusil al negro épico, lo derriba de un tiro certero.

El abnegado defensor de los miserables cautivos, que al fin logran llegar a Jabaquara, perece acribillado a sablazos por los soldados como cruel epílogo del poema.

Ésta es una de las tantas historias de la época. No obstante, mucho antes del 13 de mayo de 1888, como se negase el ejército a colaborar en la persecución de los negros, los capitanes de la selva y los soldados de la especie a que se refiere el poeta habían dejado de existir.