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ADULTERIO

HISTORIA DE LA PENALIDAD DEL ADULTERIO


En cuanto a la penalidad con que este delito se castiga, nótase desde luego una gran severidad en las legislaciones de los antiguos tiempos que ha venido descendiendo hasta haber perdido tal carácter en los presentes. En ello han tenido influencia, no tan sólo la diferencia de unos tiempos a otros en cuanto a la severidad general de las penas cuyos atroces suplicios y crueles castigos han venido a moderarse por la cultura de las costumbres, sino que también ha sido parte en su atenuación la modificación del concepto de este mismo delito.

En el antiguo Egipto era condenada la mujer infiel a perder la nariz y su cómplice recibía 1.000 latigazos; en la India, según las leyes de Manú, el seductor era mutilado o quemado vivo y la mujer devorada por los perros; entre los Hebreos los culpables debían morir apedreados; las leyes de Dracón autorizan la muerte de los reos por el marido ofendido y Solón exigió para esta venganza la condición de ser sorprendidos in fraganti. Rómulo dio el derecho de muerte sobre la mujer infiel al marido, al padre y a los parientes, reemplazándose la pena capital en tiempo de Justiniano, por la del látigo y reclusión de la mujer en un monasterio.

El Fuero Juzgo entregaba a las adúlteras a la disposición del marido.

Las leyes de las Partidas castigaban a la adúltera con pena de azotes públicos y reclusión en un monasterio, con pérdida de la dote, arras y bienes gananciales, a favor del marido y al que adulteró con ella la pena de muerte (ley 15, tít. 17, Part. 7°). Podía, sin embargo, el marido perdonar a la culpable y sacarla del monasterio en el término de dos años y entonces la mujer recobraba la dote, arras y gananciales; mas de no perdonarla el marido o si éste moría antes de los dos años, debía ella tomar el hábito del monasterio para siempre.

El Fuero Real en su ley 1, tít. 7, lib. 4° (1° tít. 28, lib. 12 de la Nov. Recop. ) sometía y entregaba al poder del marido a los adúlteros para que dispusiera a su arbitrio de sus personas y de sus bienes con la condición de no poder matar a uno dejando al otro vivo, ni adquirir los bienes del delincuente que tuviera hijos legítimos que le heredasen. También el Ordenamiento de Alcalá, en su ley 1°, tít. 21 (2° tít. 28, lib. 12 de la Novísima Recopilación) autorizaba al marido ultrajado para matar a ambos adúlteros hallándolos in fraganti, sin poder matar tampoco a uno solo de ellos, disponiendo la misma ley que si el marido acusare y probare el delito de adulterio, fuesen puestos a su disposición las personas y bienes de los delincuentes, como preceptuaba el Fuero Real. Esto lo confirmó también la ley 81 de Toro (4° tít. 28, lib. 12, Nov. Recop.); pero la 82 dispuso que en el caso de que el marido matase a los adúlteros de propia autoridad, no ganase la dote ni los bienes del muerto aunque hubiere sorprendido in fraganti a los culpables.

El rigor y aun la inmoralidad de estas penas, no menos que lo absurdo de encomendarse la reparación del derecho a la apasionada venganza individual, hicieron caer en desuso las antiguas leyes, aplicándose el destierro y la reclusión de la culpable en armonía con la pena impuesta por la auténtica SED HODIE C. ad legem Juliam de adulteráis, sacado de la Novela 134 de Justiniano que adoptó la ley de las Partidas citada (15, tít. 17, Part. 7°).

Mas lo que el buen sentido de los Tribunales fue estableciendo en la Jurisprudencia, modifi cando el antiguo rigor, fue sustituido también por disposiciones terminantes de nuestros Códigos.

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