El prodigioso desarrollo de una industria que progresa vertiginosamente. La proeza de dos pilotos argentinos


Retrocedamos en el tiempo y situémonos en 1930: hace escasamente treinta años. Si entonces hubiésemos manifestado el mismo deseo la respuesta hubiera sido muy distinta: “Mire, señor; en realidad hay una compañía que puede proporcionarle este servicio. Pero, inaugurada hace poco, sus horarios no están del todo ajustados: se depende del tiempo y de otros factores, y, además, debemos advertirle que el vuelo lo llevará solamente hasta Miami, desde donde deberá proseguir el viaje hasta Nueva York en tren”. Supongamos que pagamos los elevados pasajes de entonces, que juntamos coraje y que afrontamos los riesgos posibles del vuelo. Partimos un buen día de Buenos Aires; si todo sale bien y el viaje se cumple según horario, emplearemos un tiempo calendario de 9 días. ¡80 horas, 45 minutos de vuelo efectivo y 31 etapas en ruta!

Y mientras volamos imaginariamente las largas horas que nos llevarán a nuestro destino, volvamos la mirada a un pasado no muy remoto para entender el adelanto que este viaje representaba.

Cuando en ese año de 1930 se estableció la primera línea comercial entre Buenos Aires y Miami, se daba, en materia de aviación, un paso gigantesco. Sólo en 1926, es decir cuatro años antes, audaces argentinos habían realizado el primer vuelo aéreo entre la capital del Plata y la ciudad neoyorquina. El mayor Eduardo O. Olivero, Bernardo Duggan y el mecánico italiano Ernesto Campanell, fueron los héroes de aquella jornada. El hidroavión Buenos Aires, un Savoia 59 había partido de Nueva York el 24 de mayo. El viaje fue duro: una sucesión inacabable de días de angustia desesperante, de incidentes poco menos que insalvables, de aventuras riesgosas capaces de desalentar el espíritu más templado. Un día el Buenos Aires tuvo que efectuar un amaraje forzoso en pleno océano frente a la isla brasileña de Maracá; no lo había detenido una avería del motor, ni un desperfecto de la máquina. La fuerza del viento y de la tormenta había sido más poderosa que la potencia mecánica del avión y fue necesaria una humilde lancha, la pequeña Juruna, para prestar auxilio y salvar la aeronave. Cuando la expedición llegó finalmente a Buenos Aires se habían empleado 82 días, con un total de 114 horas, 13 minutos de vuelo real, y se habían efectuado 38 etapas.

Toda la historia de la aviación se halla jalonada por proezas como la que cumplieron estos pilotos.