El afán de aventuras ha impulsado la ciencia


Si tratáramos de presentar un boceto histórico, veríamos cómo el hombre ha creído desde los tiempos más remotos en la posibilidad de que los demás planetas estén habitados, y cómo, por consiguiente, ha soñado con ir a visitar a esos supuestos seres desconocidos. El afán de aventuras ha sido siempre el hermano mayor de la ciencia. Y así, Plutarco nos describe imaginariamente la faz visible de la Luna; Cyrano de Bergerac nos da una cómica versión de una visita a la Luna y a los Estados del Sol; Fontenelle nos habla de las humanidades del cielo; Flammarión, de la pluralidad de los mundos habitados, y Julio Verne escribe, en el siglo pasado, una novela clásica en los medios astronáuticos: su célebre obra De la Tierra a la Luna, publicada en 1865, que es el preludio de una gran producción literaria sobre ese tema. Pero, ¿cuándo podrá el hombre ir a la Luna? Esto depende de la solución de una multitud de problemas, que pasamos a exponer.

La astronáutica es una ciencia muy compleja, tanto, que intervienen en ella muchas otras ciencias, como por ejemplo la mecánica celeste, que nos dice cómo debemos guiar un cohete entre los cuerpos celestes y qué efectos podrán ejercer estos cuerpos sobre él; la balística, que nos explica cómo debemos calcular la dirección y el vuelo de diversos tipos de cohetes impulsados por diferentes medios; la biología, que nos permite saber el efecto que puede tener sobre los seres humanos una velocidad de miles de kilómetros por segundo y las aceleraciones y frenajes bruscos; y asimismo la química, la física atómica, la metalurgia, la técnica de construcción, ya que todas entran en las consideraciones de cómo debe ser diseñada, construida e impulsada una astronave que podría no sólo transportarnos hasta la Luna, sino permanecer allí algún tiempo. Una vez resueltos los problemas que presenta un viaje a la Luna, los aficionados a la astronáutica piensan ya en efectuar viajes a los planetas más cercanos; pero ahora las dificultades se multiplican. Por lo que se refiere a los planetas más distantes o a las estrellas, no existe la menor posibilidad, con los medios actualmente conocidos, porque las distancias son tan enormes que incluso a velocidades de miles de kilómetros por minuto se necesitarían en algunos casos centenares y aun millares de años para llegar a ellos, es decir que la duración de la vida humana no permitiría, en principio, realizar tales empresas.

Ahora bien, ¿por qué al referirnos a los viajes interplanetarios hablamos de cohetes y no de aviones? ¿No se podría, acaso, construir un avión especial capaz de llegar a la Luna? No, no podemos construir este avión, o mejor dicho: aunque lo construyéramos no nos serviría para nada, y ello por varias razones. El avión se sostiene en la atmósfera, por la suspensión de sus alas, combinada con la velocidad, pero no puede sostenerse fuera del medio atmosférico. El cohete, en cambio, puede prescindir de la atmósfera, porque lleva en sí mismo el principio de su propia sustentación. ¿Y cómo funciona este cohete? Funciona por el principio de reacción. Nos ayudará a comprender este principio si pensamos en lo que ocurre con un fusil. Cuando se dispara éste, tiene lugar en la recámara una explosión que ejerce fuerza en todas direcciones. Una de estas fuerzas hace que el proyectil salga disparado por el cañón, y la opuesta, que la persona que dispara sienta el efecto de la reacción en el hombro en el cual tiene apoyada la culata. Si no estuviese el fusil apoyado contra el hombro o contra otro lugar, el arma recorrería una cierta distancia hacia atrás. En el caso de un cohete ordinario, de los usados en fuegos de artificio, el tubo que forma el cohete corresponde al cañón del fusil, que, desde luego, no contiene bala, sino una carga explosiva. El extremo abierto del tubo del cohete está inclinado hacia el suelo y la fuerza de la carga explosiva escapa en esa dirección, pero la reacción que produce en la dirección opuesta lanza al aire al cohete y lo impulsa hacia arriba.

La cuestión del tipo de carga explosiva o de combustible que deberá usarse es uno de los principales problemas. Los combustibles calientes carecen de la fuerza necesaria para impulsar un cohete hacia la Luna y, por lo tanto, actuará sobre él la fuerza de atracción de la Tierra, lo cual quiere decir que aunque dispusiéramos de un combustible muy potente, el cohete continuaría siendo prisionero de la Tierra, si no consiguiéramos imprimirle una determinada velocidad inicial, que le permita escapar de la fuerza de atracción de nuestro planeta. Hay que encontrar una fuerza suficiente para impulsar al cohete a más de 11.000 metros por segundo. De no conseguir esta velocidad, llamada de liberación -11.180 metros por segundo- la astronave no podría escapar a la atracción de la Tierra.

Sin embargo, hay otros procedimientos más sencillos capaces de vencer la fuerza de atracción terrestre. Efectivamente, teniendo en cuenta que los físicos nos dicen que la fuerza necesaria para impulsar un kilogramo hasta la Luna exige 200 kilogramos de combustible -lo cual constituye un probema insoluble- ha ideado un sabio inglés un sistema muy ingenioso: un cohete quíntuple, es decir, desmontable, formado por cinco cuerpos que irán desprendiéndose a medida que gasten su combustible, reduciendo así el peso de la nave espacial en beneficio del último cuerpo -la cabina de los tripulantes- en la que se sumará toda la energía desarrollada por los cuatro cuerpos desprendidos durante la rauda trayectoria del arte-facto.

Una astronave como ésta gastará en pocos minutos el combustible de sus cohetes inferiores, y ello le permitirá acelerar el vuelo rápidamente, hasta alcanzar la tan deseada velocidad de liberación. Claro que esto representaría una operación enormemente complicada, y ello nos plantea el problema de encontrar una forma de energía más eficiente, susceptible de ser utilizada en un solo cohete, sin necesitarse de toda una serie de ellos, y la respuesta a este problema parece encontrarse en el uso de la energía atómica. Si consideramos los grandes progresos que se han hecho ya hacia el perfeccionamiento de los motores atómicos, ello no parece imposible.

En el fondo, pues, la astronáutica tiene un área de acción muy grande, enorme, si la comparamos con el vuelo de nuestros aviones dentro de nuestro ámbito puramente terrestre, pero pequeñísima, insignificante, si la comparamos con la inmensidad del Universo que nos rodea.

Empero, no debemos desalentarnos. Si el hombre ha vivido miles de años sujeto a la Tierra, si ha pasado muchos siglos ignorando qué es realmente el Universo, bien podemos considerar un gran triunfo el haber llegado a conocer todo lo que sabemos ya del mundo físico y el estar progresando cada día en este camino de investigaciones y descubrimientos, que nos permitirán tal vez pisar la Luna y quién sabe qué otros mundos.

Entre los planes trazados por los sabios modernos que se ocupan de la astronáutica, uno de los que parecen tener más aceptación es el que propugna el establecimiento de satélites artificiales, que gravitarían en el espacio a diversas distancias de la Tierra y que servirían como estaciones intermedias en el viaje a la Luna. Otra finalidad principal que tendrían sería la de servir como observatorios que recogerían datos sobre las condiciones que reinan en el espacio interplanetario. Una vez montados, estos satélites artificiales girarían alrededor de la Tierra como lunas diminutas. Pero, ¿cómo construirlos? Una manera de hacerlo sería mediante cohetes que llevaran hasta la región escogida el material necesario. Después se les tendría que dotar de gravedad artificial, puesto que en el espacio la gravedad terrestre es muy débil, y sin una gravitación artificial, los tripulantes de los satélites artificiales, así como cualquier objeto suelto que se hallase en ellos, podrían fácilmente perder contacto y extraviarse en el espacio, donde quedarían flotando.

Uno de los mayores problemas que hay que vencer es el que ofrecen los aerolitos y los bólidos. Estos conglomerados celestes de metal 3 piedra, a veces de gran tamaño, corren continuamente a través del espacio a velocidades terroríficas, demasiado grandes para permitir a la nave espacial eludirlos en su camino. Alguna clase de fuerza antigravitatoria en la astronave, que obligase a los aerolitos y bólidos a desviarse de su trayectoria, si se aproximaran demasiado a la misma, podría ser la solución deseada; pero hasta que se experimenten éstas y otras posibles soluciones, el peligro de entrar en colisión con cuerpos que se desplazan por el espacio a velocidades fantásticas seguirá siendo un problema.

Muchas de las cuestiones planteadas han sido ya estudiadas por completo y resueltas parcial o totalmente. En pruebas efectuadas con el fin de determinar las reacciones biológicas en los pilotos de aviones de reacción, se ha visto que una persona debidamente asegurada sobre una litera especialmente construida, puede soportar enormes aceleraciones. Con el fin de resolver el problema de la inexistencia de gravedad en el espacio interplanetario, se han hecho muchos experimentos tendentes a la creación de una gravitación artificial. Considerando los problemas climatológicos que hay que abordar, se han estudiado a fondo los medios de proteger el cuerpo humano contra el espantoso calor que existe en la Luna durante el día, y asimismo contra el frío terrible que reina durante la noche en esas tan inhospitalarias regiones.

Una vez resueltos estos problemas y los restantes que se les relacionan, tales como la manera de construir la nave espacial y el modo de propulsarla, se nos plantea la cuestión de cómo aterrizar en la Luna una vez que lleguemos a ella. Se han ofrecido diversas soluciones. Entre las más interesantes está la de que la astronave debería ser equipada con pequeños cohetes adicionales, que sirviesen para dirigirla y cambiar su dirección si fuese necesario. Al aproximarse a la Luna y caer dentro de la fuerza de atracción de nuestro satélite, la nave espacial debería girar sobre sí misma, gracias a los cohetes auxiliares, hasta colocarse en posición opuesta a la Luna. Gracias a la propia fuerza de reacción del motor, la atracción de la Luna sería contrarrestada y la caída de la astronave frenada, hasta que al fin ésta se posaría suavemente sobre la superficie del satélite terrestre.