La reina que se refugió en la abadía


En los difíciles días de la historia de Inglaterra reyes y pueblo estaban sin leyes. Se ejecutaba a los reos sin previo proceso, y bastaba incurrir en la nota de sospechoso o ser víctima de la mala intención de un tercero para subir las gradas del cadalso. No existía otro amparo que el refugio en el presbiterio de una iglesia, pues, logrado asilo en él, cesaba el peligro. Era un crimen estorbar la entrada de los perseguidos en el templo; y mayor iniquidad aún proceder a su arresto bajo las bóvedas sagradas. Este privilegio, llamado de asilo eclesiástico, estuvo reconocido por la ley hasta el tiempo de Jacobo I; y aunque posteriormente se abolió dicha disposición legal, quedó, no obstante, en uso hasta los días de Guillermo III.

La abadía de Westminster constituyó en general un asilo inviolable, pero no faltó algún caso en que la maldad profanó la santidad de este presbiterio, y en una ocasión la mano del asesino manchó de sangre sus gradas, hasta entonces inmaculadas.

Reinaba Ricardo II, y su pariente Juan de Gante logró persuadirle a que encarcelase a dos hidalgos en la Torre de Londres, vieja fortaleza y antigua prisión de Estado. Pero los dos prisioneros consiguieron escaparse y se refugiaron en la abadía de Westminster. Irritado Juan de Gante, determinó hacerlos salir del presbiterio, y como él era ya un hombre, y su sobrino, el rey, un niño de doce años, no le fue difícil enviar a unos cuantos soldados para que arrestasen a los dos hidalgos amparados en el sagrado del templo.

Cincuenta hombres armados penetraron en la iglesia, en ocasión en que se celebraban los oficios. Sin gran esfuerzo se apoderaron de uno de los hidalgos, y lo condujeron prisionero a la Torre, mas el segundo se defendió con tal valor, espada en mano, que sólo después de haber recibido doce tremendas heridas, cedió y cayó muerto al pie del altar, ante los ojos de los horrorizados monjes. Este crimen suscitó en todo el país gran indignación; y la abadía permaneció cerrada durante cuatro meses; fueron castigados los caballeros que guiaron a los asesinos y hubieron de hacer pública penitencia por su gran pecado.

También de la abadía de Westminster salió con esposas en las manos para la Torre, el príncipe Ricardo, que con su hermano mayor murió después asesinado. Eran estos príncipes hijos de Eduardo IV. Cuando este rey murió, la reina Isabel concibió gran terror del malvado duque de Gloucester, que reinó posteriormente con el nombre de Ricardo III. Era el duque tío de los jóvenes príncipes y tan perverso que, no sin fundamento, temía la reina viuda que aquél intentara hacerlos desaparecer para coronarse él rey de Inglaterra.

Muerto Eduardo IV, debía ocupar el trono su hijo, el mayor de los dos príncipes, nacido dentro de la abadía, y que a la muerte de su padre se hallaba en Ludlow. Contaba a la sazón trece años, y, siendo necesaria su ida a Londres para ser coronado rey, salió en su busca uno de los lores. No había llegado el joven rey a Northampton, cuando el duque de Gloucester, ávido de la corona, se apoderó de él.

La desconsolada reina Isabel resolvió salvar a sus demás hijos, y así, en una noche cerrada, marchó con el príncipe Ricardo y sus cinco hijas a la abadía, y se refugió con ellos en la iglesia secular.

Apesadumbrada y temerosa de una nueva maldad del ambicioso duque, cayó postrada la infeliz reina sobre las frías losas del templo. Acudieron los grandes hombres en su ayuda, prometiéronle su auxilio y juraron que el príncipe sería coronado rey. Fijóse la fecha de la coronación del joven Eduardo. Los invitados aprestaron sus trajes de gala, preparóse un suntuoso banquete; mas todo inútil, porque no había de llegar el momento de lucir los vestidos ni de celebrar el festín. El príncipe Eduardo estaba en poder del inicuo duque de Gloucester, que intentaba asimismo apoderarse de Ricardo, refugiado con su madre al amparo del templo.

Cuando mercenarios mensajeros llevaron a la reina viuda la nueva de que el duque exigía la entrega de su segundo hijo, la excelsa dama pronunció valientes palabras condenando aquel acto y llegó a desafiar a sus enemigos. Mas ¿qué podía una débil mujer contra un ejército? Hubo de doblegarse. Tomó al tierno príncipe en sus brazos, lo besó cariñosamente y le dijo: “Sólo Dios sabe cuándo te besaré otra vez.” Después, llena de dolor y de tristes presentimientos, se alejó de él.

Los dos príncipes fueron encerrados en la Torre, y el duque de Gloucester ciñó la corona real bajo el nombre de Ricardo III. Más tarde fueron asesinados por mandato de este malvado rey, el cual prohibió hablar de ellos durante su vida.

Los restos de los dos desgraciados príncipes fueron descubiertos en una fosa, bajo una escalera de la Torre, y trasladados a la abadía.