La voz firme del hombre se impone a la fiereza del león


Un león con el cual se tropieza en pleno día no es nunca tan terrible como si se lo encuentra de noche. Un hombre de buen temple puede defenderse de los leones, a la luz del día, sin disparar un tiro. Lord Randolfo Churchill pasó una vez a caballo por entre un grupo formado por siete leones sin que ninguno de ellos lo atacase. Otro hombre viose atacado por una leona a la cual había herido, y que, por esta causa, se hallaba, como es natural, más furiosa. No tuvo tiempo para volver a cargar su fusil, pero permaneció impasible e inmóvil y, dirigiéndose a la fiera que corría enfurecida hacia él, le gritó: “¡Alto! ¡quieta ahí!” La leona acortó el paso, perpleja y, hasta cierto punto, alarmada. Era la primera vez que oía la voz humana, y en especial una voz autoritaria. No obstante, empezó a avanzar otra vez; pero el hombre, levantando ambos puños en alto, le gritó aun más recio y con acento más autoritario todavía. Esto trastornó por completo los nervios de la leona, que, en lugar de arrojarse sobre él, se detuvo y le permitió retirarse lentamente. La fiera dio vuelta y desapareció. Refiérese además otra historia acerca de la manera como un cazador topó con un grupo de leones, en ocasión de tener la escopeta descargada. La única cosa a propósito que encontró al alcance de la mano fue su anteojo, y se lo tiró a los leones con todas sus fuerzas, gritándoles al mismo tiempo lo más fuerte que pudo. Si hacemos el ademán de arrojar una piedra al gato que se ha colado en nuestro jardín, huye despavorido, y aquellos grandes gatos de los páramos africanos no dieron muestras de poseer más valor. Al ver el anteojo por los aires, echaron a correr. Es probable que la acción de arrojar un objeto a un animal ejerza sobre él un poder terrorífico o por lo menos lo espante.