De cómo los elefantes domesticados ayudan al hombre en sus cacerías


Durante el día, disparan con frecuencia los fusiles, para no dejarlos rebasar ciertos límites; de noche, encienden grandes hogueras, para evitar que traspasen el círculo que han formado en torno de ellos. Cuando ya ha entrado el rebaño en la estacada fatal, se presenta la ocasión de que luzcan su habilidad los mahouts, nombre con que son conocidos los encargados de guardar los elefantes. Poco podrían hacer, sin embargo, si no fuera por la ayuda que les prestan los elefantes domesticados, como se observará en el siguiente relato:

Un rebaño de elefantes salvajes había sido encerrado dentro de una estacada, en la cual penetraron otros dos, domesticados, con sus jinetes encima. Uno de los animales llevaba más de sesenta años cautivo, prestando excelentes servicios. El otro, que era una hembra, llamada Siribeddi, tenía unos cincuenta años de edad y ayudaba también en las cacerías.

Penetró en la estacada esta última con paso silencioso, con dos hombres sobre el lomo, y avanzó con aire distraído hacia el lugar donde se hallaban los elefantes apresados. De vez en cuando, deteníase para coger un poco de hierba o un puñado de hojas, como si se hallase efectuando la operación más sencilla del mundo. El elefante más viejo caminaba tras ella, como indiferente. Cuando los elefantes domesticados estuvieron próximos a los salvajes, adelantáronse a recibirlos estos últimos, y el que hacía de jefe puso amistosamente la trompa sobre la cabeza de Siribeddi.

Siribeddi aproximóse bien a el, y facilitó al indígena portador del lazo corredizo una oportunidad para saltar a tierra y enlazar un pie del elefante salvaje; pero, haciéndose éste cargo del peligro, sacudió la cuerda y volvióse furioso contra el hombre, con ánimo de atacarlo; y lo hubiera pasado mal ciertamente, si Siribeddi no hubiese rechazado el ataque.

Volvió a formar el rebaño un gran círculo, y los dos elefantes domesticados se abrieron paso hasta el centro del grupo, uno a cada lado del macho principal, dando frente los tres hacia un mismo punto. No hizo el macho resistencia, pero mostró estar impaciente, moviéndose sin cesar. El indígena del lazo corredizo volvió a trepar sobre Siribeddi, y, tan pronto como el elefante salvaje levantó una de las patas traseras, se la enlazó fuertemente, atando el otro extremo de la cuerda al cuello de la hembra, la cual retrocedió inmediatamente, arrastrando consigo al gran macho. El elefante viejo los siguió.

El elefante salvaje tuvo que retroceder en esta forma unos treinta metros, forcejeando y resistiéndose durante todo el camino; pero Siribeddi sabía su obligación. Se puso a dar vueltas y más vueltas alrededor de un árbol, arrollando en él la cuerda, sin dejarla nunca aflojar; mas, a pesar de todas sus fuerzas, no logró arrastrar al elefante salvaje hasta el árbol, por lo cual el elefante viejo se acercó a él y, empujándolo de frente con la cabeza y el hombro, lo obligó a avanzar. A cada avance que hacía, tiraba Siribeddi de la cuerda, hasta que lograron conducir de este modo al prisionero al pie mismo del árbol. El indio le ató entonces la otra pata posterior, y, habiéndose situado a los flancos del preso los elefantes mansos, pudo el cazador echar pie a tierra y atarle las dos patas delanteras, dejándolo de esta suerte perfectamente asegurado.