EL PASTOR - Guerra Junqueiro


Guerra Junqueiro se complace en cantar aquí al humilde pastor, tipo de vida patriarcal, rústica. sencilla y creyente, que pasó los casi cien años de su apacible existencia en medio de los montes, en contacto directo con la Naturaleza.


!Tañen a difuntos! Señor... ¿quién sería?
Ya me han dicho: ¡el pobre tío Salvador!...
Viejo, que más viejo ningún otro había,
Para los cien años, le faltaba un día
Y ha noventa y cuatro que era ya pastor.

Listo zagal, desde su más tierna infancia
El zurrón colgando sobre el hombro leve,
Ya iba por los montes, entre la abundancia
De los pastos bravos de auroral fragancia,
¡Dorados de sol y blancos de nieve!

El desierto, inmenso, rústico paisaje.
Astros de oro, luna, montañas en fila,
Con el repetido diario miraje,
Se trocó en heroica libertad salvaje
Sobre la extasiada flor de su pupila.

La leche ordeñada, cantarico lleno
Se iba hacia la aldea todas las auroras:
En la mano el muesco de pan de centeno,
El albogue de oro metido en su seno,
¡Y picando, a ratos, en las zarzamoras!

Se hizo mozo y fuerte por las serranías,
Donde nacen águilas, donde el roble medra,
Y donde las peñas, de grutas sombrías,
Se encastillan hoscas, crespas y bravías
Como tempestades de truenos de piedra.

Cada acantilada serranía brava
Bajo el sol de estío, plomiza o bermeja,
Retostada en ascuas, retorcida en lava,
Tan reseca y falta de aguas se quedaba
Que calmaba apenas la sed de una oveja.

Y por estas áridas y ardientes laderas
Iba él con sus cabras casi moribundas;
Viendo rocas mondas como calaveras,
Cambroños, enebros y raíces fieras.
Como maldiciones de bocas inmundas.

Luego, eran las torvas, negras invernadas,
Noches formidables, lobos que ululaban;
Desmoronamientos, tormentas, nevadas.
Abismos abiertos por las torrentadas,
Y troncos que al aire sus raíces daban...

¡Cuántas noches, sólo tuvo, como un perro.
Cabezal de rocas en alguna cueva!
Pero se tendía sin miedo en su encierro,
Porque la piadosa Virgen del Destierro,
Le guardaba desde su ermita de gleba.

Y en la primavera... Jaras y breñales,
Montes cenobitas de ceniza y huesos
Vístense de musgos y de romerales,
Hierba tierna brindan a los recentales
Y destilan mieles y suenan a besos.

¡Oh, reía entonces como el sol naciente!
Alegre en los campos, feliz de habitarlos,
Con chivos, corderos, leche bien oliente,
¡Y unos pastos que quisiera la gente
Transformarse en ave para no pisarlos!

Tantas primaveras, tanta calma adusta,
Tantas invernadas, sin ningún dolor,
Le pusieron sobre su expresión robusta
Como una corona de grandeza augusta,
Junto a una inocencia matinal de flor.

¿Qué importaban hielos, vendavales, fieras?...
¡Pecho al aire, recio; complexión de toro!
¡Si casi extrañaba que en las primaveras
No hubiera en su pecho las enredaderas
Que hay sobre las rocas, con abejas de oro!

A la tarde, encima del húmedo pasto.
Perro y él tenían su cama los dos;
¡Qué divino lecho primitivo y casto,
Tan embalsamado de menta y tan vasto
Bajo el velo inmenso del perdón de Dios!

Y este gigantesco mocetón tostado
Era, como un padre del yermo, frugal:
Aceitunas, queso del propio ganado
Y de harina negra medio pan migado,
En un coció de agua con aceite y sal.

No comía muertes, crimen y dolores
De los que hacen nuestro banquete feroz
Y, por eso, libre de malos humores,
Se reía como se ríen las flores
Y atraía pájaros sólo con la voz...

Su rústico albogue de pastor oyendo
En la misteriosa luz crepuscular,
Se iban las estrellas de una en una abriendo
Y por los espacios se iba descogiendo
Como un blanco loto el nimbo lunar.

¡Y qué trinos vivos, de argentino encanto,
Misa, la del gallo, te ofreció el pastor,
Cuando iba a la Iglesia de cayada y manto,
A los villancicos del Niño Dios santo,
Desnudo, en las gradas del altar mayor!

Fue allí un día, siendo casi criatura
Casi centenario fue la vez postrera,
Y el cantar sonaba con igual tersura,
Porque el alma suya, luminosa y pura
Conservóla siempre como Dios la hiciera.

Penetraba en ella y allí se embebía,
Cuanto es inocencia, risa y claridad:
Temblor de paloma, voz de ave que pía,
Rumor de los montes al nacer el día,
Lágrimas de estrellas en la obscuridad...

Lejos del Pecado de rabiosas presas,
Belcebú hambriento de ojos de metal,
Lejos de las malas pasiones aviesas,
De los lechos blandos y las ebrias mesas
Pululantes larvas, vibriones del Mal,

Envejeció el santo pastor sonriente
Por despeñaderos, puertos y calvarios;
Y en su frente augusta de viejo creyente,
Blanquearon años luminosamente,
Como blancas aves sobre campanarios.

Y de sus ovejas recogió en herencias
Las abnegaciones dé la fe cristiana.
¡Dios os guarde, ovejas de almas inocencias,
Que con vuestra leche sustentáis creencias
Y que a los mendigos les dais vuestra lana!

A los noventa años, festival, risueño
-Álamo bañado de agua viva, al pie,-
Tenía crepúsculos en lugar de ceño,
Y en sus ojos mansos, que mecía el sueño,
Dos miosotis albos de candor y fe.

Con su manto blanco de burel grosero,
De armiño sus canas, de oro su bordón,
Parecía un santo que se hizo cabrero
Y se abría, sobre su tugurio austero,
Una ojiva de astros, en adoración...

Secular, tenía toda la apariencia
Del agigantado tronco de un vergel,
Moribundo, en medio de su descendencia,
Vestido de helechos por la Providencia,
Bordado de abejas que le brindan miel,

Y que, mal que tenga sordos los oídos,
Y los ojos ciegos a la luz astral,
Aun echa, muriendo, dos brotes floridos,
Como si implorara canciones de nidos
O diera a los astros el adiós final.

Así el pastor santo, ya todo caído,
Todo corcovado, falto de entusiasmo,
Agarrado al viejo báculo torcido,
Escuchando apenas con el torpe oído,
Y mirando apenas con la vista en pasmo,

Se iba, por las sendas de la cordillera,
Terco en la esperanza, que era su consuelo,
De oír todavía, por la vez postrera,
Balidos de ovejas, en la calma austera
De la luna, cuando nieva todo el cielo.

Fue su bisabuelo pastor de ganado,
Su abuelo y su padre lo fueron también;
Él crió a sus hijos como fue criado,
Y murió, contento porque su cayado
Aun, por esos montes, sus cabras lo ven.

Viviendo en las altas cumbres somnolentes.
Del mundo ignorando la saña traidora,
Aun a los cien años, como los creyentes,
Ponía sus ojos simples, inocentes,
En las luces cándidas de la blanca aurora.

Por vestido y palma se lleva a la altura
Su grandeza mansa, su piedad austera;
Realizó del alma toda la hermosura,
Porque ha sido bueno como el agua es pura,
Porque ha sido un santo sin saber que lo era.

¡Oh, los semidioses de la excelsa Gloria,
Césares, tiranos, de renombres claros,
Épicas figuras de inmortal memoria.
Que de cerro en cerro nos doráis la historia.
Como crepitantes y trágicos faros,

En el Infinito desvelado y puro,
Donde más deslumbra, como un sol, Jesús,
No sois más que larvas de temblor obscuro,
Que nadie conoce, que en vano procuro
Ver entre las olas de este mar de luz!

Y el pastor de ovejas, que comió centeno.
Que vivió en los montes, que durmió en las grutas,
Tan salvaje el rostro velloso y moreno.
Que casi dijerais que nació del seno
De la tierra, igual que las piedras brutas,

Rota la apariencia donde vivió casto.
Ya es un ángel blanco, guardián del Señor
Y millones de astros saca a eterno pasto...
¡Son rebaños de almas, por el azul vasto.
Las ovejas nuevas del viejo pastor!...