ALEGRÍAS DE LA MUERTE - P. del Valle


Yace en su lecho de muerte
El santo Obispo de Lima;
Una cruz tiene en las manos
Y absorta en la cruz la vista.
Todos lloran de tristeza.
Mas él canta de alegría:
¡Canta alegre, cual la alondra
Que presiente el nuevo día!
Trémulos de amor sus labios
Besan la imagen divina.
Y viendo muerto en la cruz
Al amor que da la vida.
Como un serafín lo adora,
Como un serafín suspira;
El demacrado semblante
Por el éxtasis se anima.
En lágrimas las ternuras
Se agolpan a sus pupilas,
Y en sus ojos centellean.
Como llamas de ansias vivas,
Y el rostro transfigurado
Más que el sol de Oriente brilla
Con rayos de luz de gloria.
Con rayos de luz divina...
¡Reflejaba el resplandor
Del que es la luz infinita!

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Tristes doblan las campanas,
Tristes doblan a agonía:
Lentamente sus tañidos
Con rumor solemne vibran,
Llenando el hondo silencio
De la inmensidad tranquila.
Ya en el convento los monjes
Avanzan en largas filas,
Con la pena en el semblante.
Con candelas encendidas.
Y junto al lecho de muerte
Se congregan y arrodillan,
Y entonando las plegarias
Plegarias de despedida.
A Dios el alma encomiendan
Del Santo Obispo de Lima.
Rezan los monjes y lloran.
Mas él canta de alegría,
Con la cruz entre las manos
Y absorta en la cruz la vista.
De pronto, volviendo el rostro.
Radiante con luz divina.
Así dijo a un pobre fraile
Que más que todos gemía:
-No me lloréis, buen hermano;
No lloréis por mi partida;
Camino del cielo voy,
¡Feliz quien a Dios camina!
Tañed el arpa y cantad,
Cantad con voz de alegría.
Que siento que Dios se acerca.
Que siento que Dios me mira:
¡Siento su voz que me llama.
Siento su amor sin medida!
Tañed el arpa y cantemos.
Que el alma presiente el día
Y quiere al vielo volar
Cantando la nueva vida.
Como llega en primavera.
Cantando, la golondrina...
Pulsó el arpa el religioso,
Cantó con voz de alegría.
El salmo en que el rey profeta
Canta la ciudad divina,
A la gran Jerusalén,
Visión de paz y de dichas,
Que alumbra un sol sin ocaso
Con claridad infinita:
La ciudad de excelsas torres
Y muros de piedras vivas.
Ciudad del eterno amor.
Ciudad de la eterna vida...
Siguió cantando el buen monje
La Jerusalén divina;
Mejor que nunca cantaba.
Mejor que nunca tañía,
Y en el jardín del convento,
Allá en la noche tranquila,
Entonaba un ruiseñor
Sus más tiernas melodías.
¡Gloria a Dios que es nuestro
¡Gloria al amor sin medida
Que inclina el cielo y desciende
Para alzar a quien se humilla!
¡Gloria a Dios! brilló la luz
De la presencia divina;
Paró el tañedor sus manos
Sobre las cuerdas heridas;
Enmudeció el ruiseñor
Oyendo otras harmonías,
Y, como un rincón del cielo.
La celda resplandecía...
Yace en su lecho de muerte
El Santo Obispo de Lima,
Con una cruz en las manos
Y absorta en la cruz la vista.
Ya no atiende a la canción
Que en amores le encendía.
Ni al monje vuelve los ojos,
Radiantes de luz divina.
Otras arpas y otros cantos
Llenan su alma de delicias;
Que al brillar el sol de Oriente
Sobre la cumbre vecina.
Más allá de donde acaban
Las fronteras de la vida.
Él vio surgir otro sol,
¡El sol de luz infinita!...


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