El fin del terror y la muerte de Robespierre


El tercero fue por algún tiempo el más poderoso de todos. Llamóse Maximiliano Robespierre, y era un hombre de menguado aspecto que, de haber permanecido en la vida privada, habría sido simplemente un ciudadano corriente. Pero bullíale en la cabeza la idea de que la voluntad de lo que él llamaba “Pueblo Soberano” debía imperar, y que la manera de realizarlo era destruir cuanto se interpusiera en el camino: reyes y aristócratas, girondinos o jacobinos, hombres o mujeres, jóvenes o viejos.

El único móvil que guiaba la cruel política de Robespierre era conseguir el bienestar del pueblo, por cualquier medio y aun contra la voluntad del mismo. Para ello hubiera acusado y llevado a la guillotina a sus propios amigos pues era hombre de principios muy rígidos, lo que le valió el sobrenombre de Incorruptible. Para lograr los fines que se proponía debía erigirse en dictador absoluto y hacer cumplir con extremo rigor sus decretos, es decir que Robespierre sólo podía concebir la realización de la igualdad social por intermedio del autoritarismo. Asumió todo el poder en sus manos, hasta que, por último, semana tras semana, la guillotina llegó a ejecutar cincuenta personas cada día hasta que la situación se hizo insostenible.

Sus mismos partidarios, cansados y disgustados, lo derribaron del poder; y también él fue a la guillotina. Al caer su cabeza, los circunstantes lanzaron alaridos de alegría. Con su muerte, el gobierno de la República Francesa pasó a manos de un cuerpo colegiado de individuos, llamado el Directorio, con lo que acabó el reinado del Terror.