El ateniense Solón, sabio legislador de su país


Empezaremos por Solón, quien fue tan excelente legislador que después de su tiempo la condición de las clases sociales pobres mejoró mucho y éstas ya no pudieron ser fácilmente explotadas por los ricos. Durante su juventud viajó mucho, y al regresar a Atenas no tardó en alcanzar gran fama, pues logró persuadir a sus compatriotas de que no se sometiesen al enemigo y los capitaneó gloriosamente en el campo de batalla. Más tarde, habiendo sobrevenido grandes descontentos y disensiones entre ricos y pobres, unos y otros suplicaron a Solón escribiese nuevas leyes iguales para todos. Accedió éste con la condición de que le prometiesen no modificarlas durante diez años, sin su permiso. Hiciéronlo así, y Solón, después de entregárselas, se alejó de su patria, pues estaba seguro de que, continuando en ella, muchos le pedirían otras modificaciones, mientras que en el transcurso de diez años podrían convencerse de que las leyes eran justas y estarían satisfechos de ellas. Y así sucedió.

Famoso es el relato de cómo demostró su sabiduría, cuando hallándose de viaje pasó por la corte de Creso, rey de Lidia, uno de los monarcas más ricos y poderosos. Dícese que, después de haber enseñado Creso a Solón sus grandes tesoros, le preguntó quién pensaba fuese el hombre más feliz de la tierra, suponiendo que le respondería: “El rey Creso”.

Pero Solón respondió: “Tilo, el ateniense, porque vivió honradamente y crió hijos valientes y bellas hijas, y sucumbió al fin gloriosamente en el campo de batalla, después de haber dado la victoria a su país”. Y como Creso le preguntara: “¿Y después de Tilo, quién?”, Solón repuso: “Cléobis y Bitón, cuya madre rogó a los dioses que concediesen a sus hijos el mejor de todos sus dones por su extremado amor y ternura filial, y los halló muertos a la mañana siguiente. Porque -añadió- el más feliz es quien más felizmente muere; de tal modo que nadie puede ser considerado feliz hasta después de su muerte”. La de Solón sabemos que fue gloriosa, pues acabó su vida lleno de años y de honor. Feliz fue, a juzgar así, la de Leónidas, el rey espartano, digno de memoria por una de las más gloriosas hazañas que jamás se han llevado a cabo. Cuando el rey de Persia hizo la guerra a los griegos y marchó contra ellos con el mayor ejército jamás visto, según dicen los historiadores, hubo de atravesar un desfiladero, paso estratégico que conducía a Grecia central, llamado de las Termopilas, tan angosto, que sólo podían pasar por él sus hombres de cuatro en fondo. Aprovechando esta circunstancia, podían los griegos con sólo unos centenares de hombres tener en jaque al numeroso ejército persa, mientras llegasen todos sus cuerpos de combate. Leónidas fue nombrado generalísimo de los osados ejércitos griegos. Después que éstos hubieron rechazado vigorosamente a los adversarios durante dos días, se descubrió que había otro camino por el que las huestes persas podían pasar, envolviéndolos por detrás y atacándolos en gran número. Leónidas ordenó evacuar la posición al grueso del ejército y él se quedó para defender el paso hasta último momento.