Bolivar y el mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre


Nada más ilustrativo en la larga lista de los héroes que jalonan la historia de América latina que las figuras de Simón Bolívar, el Libertador, y Antonio José de Sucre, el Mariscal de Ayacucho. A ambos cupo la gloria de luchar por la misma causa y, al igual que San Martín y O'Higgins, estuvieron unidos por una sincera amistad. Como en el caso de los caudillos del Sur, también sus caracteres se oponen y se complementan. Bolívar, aristócrata de nacimiento, es el hombre de mundo, acostumbrado a los salones y militar por las circunstancias. Sucre creció en los cuarteles; a los quince años sentó plaza en la milicia y desde entonces su vida transcurrió en las guarniciones y en los combates. Bolívar es el hombre de los impulsos románticos; para él la lucha es como un sarao, un juego de elegancia; Sucre conoce el dolor del soldado, sus ojos están ahitos de ver sangre y siempre que puede rehuye el combate. Mas, llegado el momento, su bravura es la del león herido que defiende sus cachorros.

A ambos les tocó dar el golpe final al poderío español en América. Cuando San Martín, victorioso, llegó a Perú, también allí arribó Bolívar con sus nombres. La entrevista de Guayaquil, que enfrentó a los dos gigantes de la libertad en América, dejó a Bolívar el cuidado de librar los combates finales. Sucre comandó las fuerzas que libraron la batalla de Ayacucho, la última que los americanos dieron para independizarse de España; el trato que el vencedor concedió a los vencidos es la más hermosa página de humanidad en la historia americana.

Bolívar aspiraba a unir a los pueblos de América en una gran federación. Sucre secundaba sus planes, y este grandioso propósito fue la fuente de sus mayores amarguras. La «Gran Colombia» desoyó al Libertador y un grupo de conjurados quiso darle muerte, al tiempo que en Bolivia intentaban hacer lo mismo con Sucre. Las pasiones políticas ahogaban los anhelos de los mejores hombres, y la unidad de los pueblos americanos amenazaba convertirse en una lucha fratricida. Como San Martín, Bolívar comprendió que su presencia en el poder no acallaría rencores, y renunció, decidido a expatriarse, al segundo mandato que el pueblo de Colombia le confería. Quiso volver al territorio donde había nacido, y los separatistas venezolanos, temerosos de su prestigio, le prohibieron la entrada. En tanto, en la sierra de Berruecos, víctima de una emboscada, caía asesinado Sucre. La noticia fue el golpe de gracia para Bolívar, quien, enfermo, descorazonado, viendo la ingratitud de sus contemporáneos en la muerte de su fiel camarada, y en el propio destierro, se preparó para morir. En el último trance, su amor por el porvenir de América pudo más que todos los desengaños; una vez más invitó a los ciudadanos a la unión y se ofreció como víctima para redimir culpas ajenas: "Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión -fueron sus palabras-, yo bajaré tranquilo al sepulcro".