La vanidad de Versalles y la creciente miseria de los pobres


Centenares de cortesanos se reunían en esta ciudad-palacio, donde se celebraban fiestas de una magnificencia extraordinaria, pues lo que Francisco había empezado cien años antes, formando una corte alegre que viviera siempre a su alrededor, Luis XIV lo continuó de la manera más suntuosa, haciendo que su corte fuera la más espléndida del mundo; procurando que los nobles dejaran sus estados y viviesen en Versalles, donde no tenían otra cosa que hacer sino estar junto al rey y contemplarlo en sus atavíos o en sus placeres, y tomar parte en las danzas, juegos, aventuras y cacerías. Entretanto, la multitud de campesinos y aldeanos de las provincias arrastraban una vida cada vez más miserable, y por toda Francia se exigían del pueblo tributos injustos para pagar los derroches de Versalles, donde se consumían vorazmente todos los beneficios producidos por la industriosa administración de Colbert, el gran economista.

También fue célebre esta época de Luis XIV, a quien llamóse el rey Sol, por sus grandes generales, por sus eximios escritores, por su extraordinaria expansión en el exterior y por su lujo y miseria en el interior, pues constantemente hubo guerras con España, Holanda e Inglaterra. Muchas fueron las brillantes victorias ganadas por grandes generales, victorias que colocaron a Francia por algún tiempo en el apogeo de su gloria; pero hacia fines del largo reinado de Luis XIV, Marlborough y sus aliados detuvieron el desarrollo del poder de Francia, que tanto había alarmado al resto de Europa. Cuando el anciano rey yacía moribundo, sus grandes ejércitos estaban destruidos, sus hermosos barcos eran armatostes deshechos, y podía darse por inútilmente empleado un tesoro de preciosas vidas y de dinero imposible de recuperar.

Era tal el estado de miseria a que había llegado el país, agobiado por el hambre y la opresión, que un gran arzobispo escribía a Luis: “Toda Francia es un gran hospital sin dinero”. El rey se limitó a sonreír burlonamente; nada le inquietaba con tal que pudiese conseguir dinero para sus guerras y palacios; era realmente incapaz de considerar a Francia como una gran estatua magníficamente dorada en lo exterior y carcomida interiormente. Una de las frases que se hicieron célebres en los labios de Luis es la siguiente: L'état c'est moi: “El Estado soy yo”, en la cual se cifraba su ambición de ser el dueño absoluto de todos y de todo.

Muerto él, solitario en medio de su pompa, el pueblo llenó las calles, regocijándose y haciendo fiestas, para ver pasar el cadáver del gran monarca al panteón real de San Dionisio.

Su bisnieto, Luis XV, que le sucedió en el trono, no se cuidó de nada sino de sus propios placeres; durante su largo reinado, Francia perdió el Canadá y su influencia en la India. El comercio sufría trabas y el estado del pueblo era en realidad lastimoso. Se le sacaba el dinero a la fuerza, para que el rey lo gastase en vergonzoso lujo. Él y unos pocos nobles compraron todo el grano que había en el reino, a fin de que todos tuvieran que pagar los exorbitantes precios que por él exigían, o morir de hambre. Había entonces en París una sombría prisión-calabozo, la Bastilla, en donde eran aherrojadas no pocas personas, hombres y mujeres, sin motivo. El rey solía firmar órdenes de reclusión, en blanco, y darlas o venderlas a sus favoritos para que las llenasen con el nombre de cualquiera que quisieran quitarse de en medio. Muchos hombres insignes escribieron en esta época contra la cruel opresión en que se tenía al pueblo; algunas veces sus libros fueron quemados y los escritores encerrados en la Bastilla; pero sus palabras penetraron en el corazón de los que los leyeron, y podía oírse claramente el sordo ruido de la tempestad que se avecinaba.