La incontable muchedumbre que vive y se mueve en las orillas del Nilo


Y los turistas, caballeros en asnos o en camellos, desde la soleada cubierta de los vapores, o descansando bajo las palmeras inmóviles ante los grandes templos, o mirando por la ventanilla del tren, ven pasar ante sus ojos este gran mundo... la interminable muchedumbre. Si fijamos la vista en el mapa de Egipto, hallaremos perdido en las orillas 'del Nilo, entre palmas y cañaverales, un lugar llamado Edfu. El viajero acaba de salir de él, después de haber subido a las alturas de su gran templo, paseado por sus polvorientas calles, muerto de sed a la vista de esta ciudad de barro. Pero no es ésta la descripción que de esta ciudad podría, hacer el turista si tuviera una pluma suficientemente hábil, y si lo permitiese aquel sol tan abrasador qué, aunque lo agota, lo fascina irresistiblemente.

Al seguir el viaje en vapor, se divisa en el fondo del paisaje el templo de Edfu, el mejor conservado de todo el Egipto, casi como salió de manos de los Tolomeos, quienes lo edificaron mucho antes de que se hablara de América. Una polvorienta callejuela conduce a la ciudad construida de barro, cuyo minarete se sostiene, como recuerdo de la caducidad de las cosas de este mundo. Los caminos están cruzados por mujeres y niñas con sus cántaros, que llevan con tanta facilidad en la cabeza, como llevamos nosotros el sombrero.

A las orillas del río, hay un grupo de mujeres ocupadas en lavar. Algunas se lavan a sí mismas, pero la mayor parte lavan ropa que luego ponen a secar sobre las piedras. Tras ellas se ve una docena de asnos con sus conductores y dragomanes; más allá, una muchedumbre de gente, blancos, bronceados y negros, vestidos con ropajes oscuros, blancos y azules, y cubiertos con turbantes y feces de todo color.

En la sombra del collado han tomado asiento cuatro majestuosos árabes, y más allá pasan dos camellos cargados con materiales de la cantera, en donde unos cuantos indígenas se hallan ocupados en excavar en torno a las ruinas de un antiguo templo. A lo largo de la orilla, se ven funcionar los chadufs, raros y toscos instrumentos, que desde centenares de años sirven todavía para llevar el agua del Nilo a los campos de los alrededores. En estos campos crece la caña de azúcar, y se levantan a distancia ricas palmeras; más allá de ellos se divisa una serie de montañas nunca interrumpida.

Cuando el vapor llega a este lugar de parada, un elegante caballero egipcio, el jefe del distrito, toma tierra entre los saludos del pueblo; la tripulación rompe en el lúgubre himno que indica el reconocimiento de todo buque a su llegada, y el vapor da la proa a los botes de vela, que parecen poéticas visiones en la lejanía del plácido Nilo. Y siguiendo adelante, se ven campos de trigo a un lado y el desierto al otro, sin más señal de vida que los hombres desnudos que trabajan en los chadufs, y de cuando en cuando una extraña y misteriosa figura envuelta en ondulante vestido, que tiene el aspecto del señor de la tierra. Diríase que, al empezar este nuevo mundo que ahora recorre el turista, han muerto todo ruido, toda disputa, toda fatiga.