Cómo fueron construidas las pirámides y magnitud de la obra


Para levantar esas inmensas construcciones fueron necesarias enormes cantidades de material y la contribución del trabajo de muchos millares de hombres. Téngase en cuenta que los bloques de piedra que se apilan escalonadamente, formando el cuerpo solidísimo de la pirámide, no son de la región: han sido acarreados desde las canteras de Asuán, a muchos kilómetros de distancia, y de Hammamath, más distante aún, sin otro impulso que el que se debía a los brazos de millares de esclavos, prisioneros de guerra en su mayor parte. Los bloques, de varias toneladas de peso, eran deslizados sobre rodillos. Diez años se necesitaron para construir solamente la calzada-terraplén y abrir la cámara sepulcral subterránea; más de 100.000 obreros trabajaron en ello, y otros tantos durante el doble de dicho tiempo para levantar la pirámide propiamente dicha, cuyo volumen es de casi tres millones de metros cúbicos. Tal la imponente mole destinada a señalar a la posteridad el lugar donde reposaba para siempre el faraón Khufu, que los griegos llamaron Keops, o Queops. Mientras nos internamos en el estrecho y oscuro pasaje que conduce a la cámara funeraria, nos sobrecoge una sensación angustiosa, similar a la que experimentamos al recorrer una mina a muchos cientos de metros de profundidad, sensación nacida probablemente tanto de la silenciosa quietud que nos rodea cuanto del conocimiento del enorme peso de granito acumulado encima y en torno al pasaje por donde transitamos. Al final del mismo se halla la entrada a la cámara funeraria, donde el cuerpo del faraón, momificado, hubo de ser depositado un día. He ahí despejada una incógnita que, sin duda, mucho nos había intrigado: ¿cuál era el objeto de esas enormes construcciones? ¿Para qué fueron sacrificadas tantas vidas y destinados tantos recursos? Muchas respuestas se han dado a estos interrogantes, pero sólo permanecen irrebatibles aquellas que relacionan la erección de monumentos con las doctrinas religiosas egipcias, que exigían la conservación del cuerpo para que el difunto pudiera gozar del descanso de ultratumba; si la momia era destruida y profanada, el alma del muerto vagaría entre los chacales y las alimañas del desierto. De ahí que los poderosos faraones ejercieran todo el peso de su poderío en darse tumbas inexpugnables, de las cuales las grandes pirámides son el más notable exponente, y en hacer experimentar los más extraños procesos de momificación, que llegaron a alcanzar una perfección técnica admirable; el procedimiento más común era la inmersión del cadáver en una solución de sodio, después de haber extraído las vísceras. Luego se lo rellenaba con materias perfumadas y aceites balsámicos, y finalmente se lo envolvía en vendas de lino impregnadas en resinas olorosas, importadas de los lejanos países adonde llegaba la dominación egipcia. La momia era finalmente colocada en pesados sarcófagos de granito o alabastro, los cuales se depositaban en las pirámides, o en los hipogeos, que eran tumbas excavadas muchos cientos de metros dentro de la roca de la meseta líbica; de este tipo es la tumba de la reina Hatshepsut, en Deir-el-Bahari, que nos maravilla también por el majestuoso templo funerario de tres pórticos que la antecede.

Empero, ni aun con estas medidas estuvieron los reales despojos a salvo de los ladrones de sepulturas, atraídos por las fabulosas riquezas que se depositaban en las cámaras sepulcrales junto a la momia. Muchísimas tumbas reales fueron profanadas, a veces por los mismos sucesores de los difuntos monarcas, impulsados por su afán de riquezas o por odios sectarios. Sin embargo, quedaron intactas muchas otras, tanto faraónicas como de grandes sacerdotes, funcionarios e importantes personajes de la corte.