Una cacería nocturna


No bien hubo Pecopín tocado la mágica turquesa, sintió como si lo llevasen en alas.

Ya no caía; volaba y continuó volando toda la noche; y al rayar el alba, la mano invisible que lo sostenía bajólo a tierra y lo dejó en una playa solitaria del mar Arábigo, Anduvo Pecopín errante durante largo tiempo tratando en vano de volver a Falkenburgo. Algunas veces andaba descalzo y otras llevaba sandalias. Cabalgó en jumentos, en caballos, en mulos, en camellos, en cebras y en elefantes; viajó en toda especie de naves y encontró toda especie de vientos. Fue vendido como esclavo en un país y proclamado rey en otro. Naufragó muchas veces, pero siempre se salvó y nunca dejó de pensar en su patria. Con todas sus aventuras, sus hazañas y sufrimientos, el valeroso y fiel Pecopín no tenía más que un anhelo, volver a Falkenburgo, y una esperanza única: desposarse con Bauldour. Gracias al talismán que llevaba constantemente encima, no podía envejecer ni morir.

Al cabo de cinco años, sin embargo, continuaba Pecopín buscando todavía a Bauldour, y un día hallóse en la Selva de las Huellas Perdidas. Todo el que entra en esta selva no ve luego la salida, y Pecopín, sintiendo que todo había terminado, echóse de bruces en tierra llorando:

-¡Ya no veré más a mi amada Bauldour! -exclamó.

-Sí; la volverás a ver -dijo alguien a su lado.

Pecopín dio un salto y hallóse cara a cara con un noble anciano de extraño aspecto y ataviado con un magnífico traje de caza. Era delgado y se doblegaba bajo el peso de los años, pero sus maneras eran graciosas y agradables.

-¿Qué me queréis? -preguntó sobresaltado Pecopín.

-Llevaros a donde está Bauldour -contestó el anciano cazador sonriéndose de un modo extraño-. Pasa esta noche cazando conmigo, y al despuntar la aurora, te dejaré a la puerta de Falkenburgo.

-Pero estoy rendido de tanto andar -dijo Pecopín-. Me estoy muriendo de hambre y de sed, a tal extremo, que me sería imposible dar un paso o montar a caballo.

-Bebe esto -dijo el cazador.

Apenas había Pecopín bebido un trago, cuando recobró todas sus fuerzas. Volvió a ser joven, fuerte y activo y deseoso de aventuras.

-Vamos -exclamó-: cazaré toda la noche en vuestra compañía, si es que puedo ver a Bauldour por la mañana.

-¡La caza está dispuesta! -exclamó el anciano cazador volviéndose hacia la espesura-. ¡La caza está dispuesta!

Una multitud de caballeros vestidos como príncipes y montados como reyes salieron del soto y pusiéronse en fila silenciosamente ante el anciano. La noche era en extremo oscura, pero aquel sitio estaba iluminado por doscientas antorchas que llevaban doscientos criados.

Una multitud de galgos de toda especie iba ladrando y tirando de la trailla hacia el sitio en que se hallaba el anciano cazador. Con ellos iban también magníficos caballos.

-Toma el que quieras -dijo, amablemente, a Pecopín.

Pecopín montó un soberbio corcel; lo mismo hizo el anciano, y todos echaron a correr como el viento.

Llevóse el anciano a los labios el cuerno de caza y dio un formidable resoplido que repercutió como un trueno en el silencio de la medianoche, e inmediatamente quedó el bosque iluminado con millares de extrañas y rutilantes luces.

Después, cernióse sobre todas las cosas una niebla densa y negra, y Pecopín tambaleábase en aquella negrura en un galope extraño, violento y sobrenatural que lo espantaba y aturdía. Parecíale que era llevado por la tierra en alas del huracán.

De cuando en cuando, al elevarse la niebla, sus ojos podían sorprender la figura de un enorme ciervo con grandes astas que huía delante de los aturdidos cazadores. Luego divisó allá a lo lejos el anchuroso mar, iluminado por la luz de la luna; intentó detener su caballo, pero el noble bruto no obedeció; quiso arrojarse de la silla, pero al hacer el movimiento para apearse, sintió sus pies fuertemente sujetos como si estuviesen atados con tiras de hierro. Dirigió la vista abajo y vio que sus espuelas se habían convertido en cosas vivas que lo tenían fuertemente sujeto a la silla, sin que pudiera moverse de ella.

El viento se había vuelto tan ardiente, que sofocaba.

Pecopín echó una mirada en torno suyo, y vio que iba galopando por la India. Un cuarto de hora después estaba helado hasta los huesos. La nieve que caía aumentaba la oscuridad; y en la dura y helada tierra repercutía el ruido de innumerables cascos de caballos. Y cada vez más fuerte y más profundo y más alto que todo otro sonido, resonaba el cuerno del anciano y misterioso cazador con la intensidad del trueno.

El caballo de Pecopín detúvose súbitamente, y todos los sonidos que se oían en torno suyo, cesaron. Hallóse entonces solo ante la puerta abierta de un colosal edificio, que tenía varias hileras de ventanas iluminadas.

Mientras meditaba lo que iba a hacer, dio su caballo un salto, atravesó el portal y lo condujo a una inmensa sala en la cual se veía una mesa de extraordinarias dimensiones, y a cuyo alrededor hallábanse sentados el anciano cazador y sus compañeros. Había encima de esta mesa una enorme fuente, y en ella el ciervo de las astas extendidas, asado, ennegrecido y humeante, listo para la cena.

-Ahora Pecopín, después de nuestra gran cacería, vas a cenar con nosotros -dijo el extraño y viejo cazador.

Y, mientras así hablaba, entró por uno de los ventanales de la parte de Oriente, un rayo de luz diurna, blanco y frío; cantó un gallo y Pecopín cayó del corcel que montaba. Al levantarse, hallóse solo, junto al portal de un antiguo castillo. Miró a su alrededor y lanzó un grito de alegría. Era el castillo de Falkenburgo.

Pecopín se lanzó a la escalera, y en un abrir y cerrar de ojos llegó al quinto piso del castillo, en donde Bauldour solía pasar la mayor parte del tiempo, y oyó el ruido de la rueca a través de la cerrada puerta. Pero, al entrar en la sala, encontró solamente a una viejecita pequeña, ajada y llena de arrugas, sosteniéndose inclinada junto a la ventana y con los ojos fijos en su labor de aguja.

-¿Dónde está Bauldour, mi bella Bauldour? -preguntóle Pecopín-. ¡Mi Bauldour, la de los dulcísimos ojos incomparables! ¡Ya estoy de vuelta para unirme con ella!

La extraña y ajada viejecita atravesó, temblorosa, la estancia, y lanzando un débil grito, arrojóse en brazos de Pecopín. Era Bauldour, y tenía ya ciento veinte años de edad.

La noche de la cacería, que Pecopín pasó con el cazador selvático, había durado cien años; pero, debido al talismán que Pecopín llevaba siempre consigo, continuaba siendo tan hermoso y tan joven como antes.

¿Qué iba a hacer ahora? Todavía amaba a Bauldour, pero no podía rejuvenecerla. Entonces arrojó lejos de sí el talismán, y envejeciendo en un instante, cien años, volvióse hacia su gentil señora, y se desposó con ella. Y vivieron juntos, tranquilos y felices.


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