RIP VAN WINKLE, SU RARA AVENTURA EN LAS MONTAÑAS


Si embarcándonos en Nueva York remontamos el curso del río Hudson, contemplaremos a lo largo de sus riberas los más hermosos panoramas, entre los cuales merece citarse el formado por las célebres montañas Catskill. Éstas son un ramal de otra cordillera aun mayor que se extiende hacia el oeste del río y va elevándose hasta una encumbrada cima desde la cual se domina toda la comarca. Cada cambio de estación, cada alternativa de temperatura, más aun, cada hora del día, produce cierta alteración en los matices y aspectos de estos montes, de modo que para los campesinos y demás habitantes de los contornos son perfectos barómetros.

Cuando el tiempo está completamente claro y apacible, aparecen revestidos de azul púrpura y sus atrevidos perfiles destacan en el diáfano cielo vespertino; pero algunas veces, cuando el resto del paisaje está perfectamente sereno, se forma alrededor de sus cumbres una caperuza de vapores grises que, iluminada por los postreros rayos del sol poniente, brilla y resplandece como una corona de gloria.

En un pueblecito al pie de estas espléndidas montañas vivía, hace muchos años, un sencillo y bondadoso sujeto llamado Rip van Winkle. Era buen vecino, marido ejemplar y hombre bienquisto de todos. Los niños gritaban alborozados en cuanto lo veían acercarse a ellos, pues presenciaba sus juegos, les hacía juguetes, los enseñaba a elevar cometas y a jugar a los bolos y les refería largos cuentos de espíritus, brujos e indios. No podía salir a pasear por el pueblo sin que al momento lo rodeara una turba de niños y niñas, que se colgaban de sus faldones, le trepaban a los hombros y le gastaban toda clase de bromas, y no había perro en toda la vecindad que no le ladrase.

El carácter de Rip adolecía, empero, de un grave defecto, que consistía en su grandísima aversión a toda clase de trabajo provechoso; la cual no nacía de falta de aplicación o perseverancia, pues era capaz de estar sentado sobre una húmeda roca, con una caña tan larga y pesada como la lanza de un tártaro, pescando todo el día, sin la menor queja, aunque ni un solo pez viniera a animarlo picando una vez siquiera en el cebo; también podía llevar al hombro una escopeta horas y más horas, y caminar penosamente a través de bosques y pantanos, subiendo y bajando montes para tirar contra unas pocas ardillas o las palomas torcaces.

Siempre que algún vecino le pedía ayuda, aun en los trabajos más penosos, se la concedía gustoso, y era el primero en todas las diversiones del campo, para desgranar maíz o construir cercas de piedra; las mujeres del pueblo solían también emplearlo para recados y otros trabajos menudos, que sus maridos, menos amables, no hubieran hecho por ellas. En suma, Rip estaba pronto para acudir a la faena de otra persona cualquiera; pero no a la suya propia; y se le hacía imposible cumplir con las obligaciones de su propia familia y tener en orden las cosas de su granja.

A decir verdad, nuestro hombre declaraba que no era de utilidad alguna el trabajar en su granja, pues era el pedazo de tierra más estéril de toda la comarca y en él todo iba e iría mal, a pesar de sus esfuerzos. Sus cercas estaban desmoronándose siempre; sus vacas o se descarriaban o se metían entre las coles; las malas hierbas crecían más de prisa en sus campos que en ninguna otra parte; la lluvia empezaba siempre a caer, precisamente cuando él tenía que hacer algún trabajo fuera de casa; de modo que por más que su propiedad había ido disminuyendo, hectárea tras hectárea, durante su tenencia, hasta que no quedó más que un trozo con maíz y patatas, sin embargo, era la granja peor atendida, la más descuidada de todos aquellos contornos.

Sus hijos andaban tan harapientos y estaban tan mal criados como si no pertenecieran a nadie. El mayor, Rip, prometía heredar las aficiones y los viejos vestidos! de su padre, pues se lo veía generalmente trotar como un potro detrás de su madre, metido en un par de calzones usados de su padre, los cuales sostenía difícilmente con una sola mano, como una elegante dama se recoge, la falda, temerosa de ensuciarla, cuajado hace mal tiempo.

Rip van Winkle, no obstante, era uno de esos felices mortales que toman la vida sin inquietarse, comen pan blanco o ¡moreno con tal que pueda conseguirse con el menor esfuerzo o molestia, y prefieren perecer de hambre con un centavo, a trabajar por un peso. Si de él sólo hubiera dependido, habría pasado la vida silbando, completamente satisfecho; pero su esposa no cesaba de amonestarlo a gritos, echándole en cara su pereza y descuido que acarreaban la ruina de la familia.

El único amigo de Rip en su casa era su perro Lobo, tan martirizado por el ama como su dueño; porque la señora Winkle los consideraba compañeros en la pereza, y aun miraba a Lobo con malos ojos, como si fuera la causa de que su marido estuviera fuera tan a menudo.

Las cosas iban de mal en peor, al paso que transcurrían los años, pues un genio agrio no madura con el tiempo, y una lengua acerada es el único instrumento afilado que se aguza con el uso. Durante una temporada solía consolarse, cuando los reproches de su mujer lo sacaban de casa, frecuentando una especie de club de los sabios, filósofos y otra gente del pueblo, que celebraba sus sesiones en un banco delante de una posada que tenía por muestra un retrato rubicundo de Su Majestad el rey Jorge III.

En aquella asamblea imponía siempre sus opiniones un tal Nicolás Vedder, verdadero patriarca del pueblo, dueño de la posada, a cuya puerta permanecía sentado desde la mañana hasta la noche, sin moverse más que lo justamente necesario para evitar el sol y no perder la sombra de un corpulento árbol; de suerte que los vecinos podían saber la hora por sus movimientos con tanta exactitud como mirando un reloj de sol. Es verdad que rara vez se lo oía hablar; siempre estaba con la pipa en la boca, y sus amigos, a pesar de su silencio, lo comprendían perfectamente y sabían interpretar sus opiniones.

Cuando no le agradaba algo que se le leyera o refiriese, se lo veía fumar con vehemencia, y echar bocanadas de humo, cortas, frecuentes y apresuradas; pero si le gustaba, aspiraba el humo lenta y tranquilamente, y lo soltaba en ligeras y plácidas nubecillas, y algunas veces se quitaba la pipa de la boca y hacía que el fragante vapor le acariciase la nariz, moviendo al propio tiempo la cabeza en forma afirmativa, como señal de perfecta aprobación.

El desgraciado Rip se vio también privado de este refugio por su esposa, que rompió de súbito la tranquilidad de la reunión y censuró a los que la formaban. Ni siquiera aquel augusto personaje, Nicolás Vedder, fue respetado por la atrevida lengua de tan terrible mujer, la cual le reprochó directamente que alentaba a su esposo en sus hábitos de pereza, y lo culpaba de su haraganería.

El pobre Rip quedó, al fin, reducido casi a la desesperación, y su única alternativa para escapar de la granja y de los gritos de su mujer era tomar la escopeta e ir a vagar por los bosques, en donde algunas veces se sentaba al pie de un árbol y partía el contenido de su zurrón con Lobo, hacia el cual sentía vivo afecto por considerarlo otra de las inocentes víctimas de las injustas persecuciones de su esposa.

En una de esas largas excursiones y en un hermoso día de otoño, Rip había trepado inconscientemente a una cumbre de las más altas de las Montañas Catskill mientras se dedicaba a su deporte favorito de tirar a las zorras, y en las mudas soledades habían resonado y vuelto a resonar los ecos de sus disparos. Jadeante y fatigado, se echó, a hora avanzada de la tarde, sobre una verde loma cubierta de hierbas que ocultaban los bordes de un precipicio. Por entre los árboles dominaba con la vista todo el paisaje de una extensa y rica región forestal. En el lejano fondo veía el majestuoso Hudson deslizarse silencioso y reposado, reflejar una purpúrea nube, dormirse aquí y allí en su seno de cristal y perderse, por fin, entre las azuladas cumbres de ras montañas.

Por algún tiempo Rip estuvo echado contemplando esta escena, mientras se iba acercando ya la noche y las montañas empezaban a proyectar sus largas y azuladas sombras sobre los valles; y comprendiendo que habría ya oscurecido del todo, mucho antes de que llegase al pueblo, exhaló un profundo suspiro, al pensar que en su casa lo esperaban los terrores de la señora Van Winkle.

-¡Rip van Winkle! ¡Rip van Winkle! -oyó que le gritaba una voz desde cierta distancia, cuando se disponía a descender rumbo al pueblo.

Miró alrededor, pero no pudo ver sino una corneja que trasponía la montaña volando, por lo cual se figuró que su imaginación lo había engañado y se volvió para descender, cuando el mismo grito se dejó oír en la quietud del atardecer:

-¡Rip van Winkle! ¡Rip van Winkle! -y al propio tiempo Lobo dio un fuerte ladrido y se acercó a su dueño, mirando temeroso hacia la cañada.

A esto Rip se sintió dominado de un vago terror, miró en la misma dirección y distinguió una rara figura que subía penosamente por las rocas, doblándose bajo el peso de algo que llevaba al hombro. Le chocó que en aquel lugar solitario y poco frecuentado hubiese un ser humano, y suponiendo que era algún vecino que necesitaba su ayuda, corrió a prestársela con la mayor diligencia.

Al acercarse, se sorprendió todavía más de la singular figura del desconocido, que era un sujeto anciano de pequeña estatura y regordete, con un cabello recio y enmarañado y barba gris. Vestía a la antigua usanza holandesa, es decir, un chaquetón de tela atado a la cintura, varios pares de calzones, el exterior de gran amplitud, adornado con hileras de botones en los costados y un lacito de cintas en las rodillas. Llevaba al hombro un grueso barril que parecía estar lleno de licor, y hacía señales a Rip para que se acercase y lo ayudase a transportar la carga. Rip, aunque bastante tímido y desconfiado con el recién venido, prestó el servicio con su acostumbrada prontitud, y ayudándose el uno al otro treparon por una estrecha cañada que parecía el cauce seco de un torrente de la montaña.

A medida que subían, Rip oía de cuando en cuando prolongados y retumbantes estrépitos, como truenos distantes, que parecían salir de una profunda quebrada o grieta entre las altas rocas hacia las cuales conducía el escabroso camino. Se paró un instante, pero creyendo que era el murmullo de una de esas tormentas que se producen a menudo y a intervalos en las cumbres de las altas montañas, continuó el camino.

Penetraron en el barranco y llegaron a una caverna, en forma de anfiteatro, rodeada de precipicios perpendiculares, sobre cuyos bordes extendían sus ramas grandes árboles, de modo que desde dentro no se veían más que vislumbres del azul del cielo y del rojizo crepúsculo vespertino. Durante todo el tiempo Rip y su compañero habían caminado sin hablar, pues, aunque aquél se preguntaba admirado cuál podía ser el objeto de llevar un barril de licor a lo alto de la montaña, había algo raro en el desconocido que inspiraba respeto e impedía familiarizarse con él. Al entrar en el anfiteatro, nuevos objetos de admiración se ofrecieron a la vista. En el centro de la caverna, en un rellano, veíase una multitud de ancianos de extraño aspecto jugando a los bolos y vestidos de un modo extravagante. Unos llevaban jubones cortos, otros, chaquetones, con puñales al cinto, y la mayor parte de ellos, enormes calzones de forma parecida a los del guía.

Sus semblantes eran también raros: uno tenía la cabeza grande, cara ancha y ojos pequeños de cerdo; la cara de otro no parecía consistir más que en una desaforada nariz, sobre cuya base se apoyaba un sombrerón negro adornado con una cola roja de gallo en forma de cono truncado. Todos tenían barba, pero las tenían de diferentes formas y colores.

Uno parecía ser el jefe. Era un anciano grueso, de semblante viejísimo; llevaba un jubón galonado, ancho cinturón y alfanje, sombrerón de ancha copa, medias encarnadas, y hermosísimas botas de montar.

El grupo en conjunto hacía recordar mucho a Rip las figuras de un antiguo cuadro flamenco que había visto en el recibimiento de Dominic van Shaick, párroco del lugar.

Lo que a Rip le pareció particularmente raro era que, si bien aquella gente estaba divirtiéndose, todos tenían serios semblantes y guardaban misterioso silencio, y así formaban, por lo mismo, la tertulia más melancólica que había visto. Nada interrumpía la quietud de la escena, a no ser el ruido de los bolos, que cuando rodaban producían en las montañas un eco parecido al fragor del trueno.

Al acercarse Rip y su compañero a los jugadores, éstos interrumpieron de súbito su juego y miraron a aquél con mirada tan fija y con ademanes tan groseros, que el corazón de Rip desfalleció y sus rodillas chocaron una con otra. Su compañero vació el contenido del barril en frascos, y por señas le mandó que sirviese a sus camaradas. Rip obedeció temblando de miedo. Los hombres bebieron el licor silenciosamente y después prosiguieron el juego.

El espanto y terror de Rip fueron cediendo poco a poco, y aun en un momento en que nadie lo miraba, se aventuró a probar el licor, que halló muy bueno. Él era por naturaleza bebedor, y pronto la tentación le hizo volver a beber, y como una cata incitaba a otra, repitió tanto sus visitas al frasco que al final se le perturbaron los sentidos; todo le daba vueltas, se le iba la cabeza que fue inclinando, poco a poco, hasta caer, pese a sus esfuerzos, profundamente dormido.

Al despertar se encontró en la verde loma desee donde había visto al anciano de la cañada. Se frotó fuertemente los ojos.

La mañana estaba serena; brillaba el sol. Los pájaros saltaban cantando por entre las matas y el águila revoloteaba en lo alto y respiraba el aire puro de la montaña. “Me atrevo a asegurar -pensó Rip- que no he dormido aquí toda la noche”. Recordó todos los incidentes de antes de caer dormido: el encuentro del raro personaje, el barranco de la montaña, la caverna entre las rocas, el silencioso juego de bolos, el frasco.

-¡Maldito frasco! -exclamó-. ¿Qué excusa voy a dar a mi mujer?

Miró en torno suyo en busca de su escopeta; pera, en lugar de la limpia y bien engrasada arma, encontró una antigua carabina con el cañón oxidado, el cierre flojo y la culata carcomida. Sospechó que los graves hombres de la montaña le habían gastado una broma, y después de dejarle emborrachar, le habían robado la escopeta. Lobo también había desaparecido, aunque bien podía haberse apartado corriendo tras de alguna ardilla o perdiz. Silbó y lo llamó en alta voz, pero todo en vano.

Se propuso volver a visitar los lugares por donde había pasado la noche anterior, y si hallaba a alguno de los jugadores de bolos, pedirle el perro y la escopeta. Pero, al levantarse para andar,! notó que las articulaciones de sus piernas estaban rígidas y se sintió casi por completo falto de su acostumbrada agilidad.

-Está visto que no se puede dormir en la montaña -se dijo Rip-, y si esta broma me obliga a guardar cama por causa de un reumatismo, buena me espera con la señora Van Winkle.

Con alguna dificultad bajó a la cañada; halló el barranco por el cual habían subido él y su compañero la noche anterior; pero vio asombrado que entonces pasaba por él un espumoso torrente, saltando de roca en roca, y llenando el valle de alegres-murmullos: sin embargo, Rip lo fue costeando y abriéndose camino por entre malezas y vides silvestres que entrelazaban sus sarmientos de un árbol a otro, y extendiendo en el camino una especie de red que dificultaba el paso.

Por fin llegó al lugar donde el barranco se abría entre peñascos y daba acceso al anfiteatro, pero no quedaba huella alguna de semejante abertura, pues las rocas formaban ya un alto muro impenetrable sobre el cual saltaba el torrente formando un lienzo de vaporosa espuma, y caía en ancha y profunda cuenca, oscurecida por las sombras de la selva circundante. Aquí, pues, tuvo que pararse el pobre Rip, que volvió a silbar y a llamar a su perro, sin oír otra respuesta que los graznidos de una manada de cuervos. ¿Qué hacer? La mañana iba pasando, y Rip tenía hambre. No se había desayunado. Le dolía la pérdida del perro y de la escopeta; temía el encuentro con su mujer; pero no era cosa de dejarse morir de hambre en medio de las montañas. Meneó la cabeza, se echó al hombro la enmohecida carabina y volvió sus pasos hacia su lejana casa.