OLAVO, EL DE LA GRANJA


Era Olavo un muchacho que vivía en una casa de campo de las tierras del Norte, donde entre el verde de la fresca hierba asoma el color pardusco de los peñascos. Esta casa de campo era llamada La Granja y estaba cómodamente emplazada en un repliegue al abrigo de dos montañas, quedando de tal modo resguardada por ellas que ni el viento de poniente, con sus lluvias, ni el levante, con sus heladas, podían penetrar allí,

A la casa la llamaban La Granja, porque tenía a su espalda una huerta en la que los manzanos y toda clase de árboles frutales hacían resaltar entre los helechos y brezales los colores rojo, verde y purpúreo de sus maduros frutos. Olavo, que era ya crecidito, tenía la costumbre de jugar en la huerta, desde su edad más tierna.

Jugaba bajo los manzanos pensando en los cuentos que su padre le contaba, y en especial en el del gnomo que antes habitaba La Granja, de la que se marchó, porque el padre Olavo le había dado un par de calzones cortos de paño verde y una chaqueta de color castaño, en agradecimiento al mucho trabajo casero que ahorraba a su querida esposa.

Hacía más de quince años que el labrador y su esposa habitaban en La Granja, y a menudo, al contemplar la espaciosa cocina y ver la cafetera de cobre brillando lustrosa sobre la cornisa de la chimenea, las cazuelas y sartenes reluciendo en la pared, los jamones colgando del techo, la cafetera ordinaria que servía todos los días, hirviendo sobre el fogón, el suelo fregado muchísimas veces por semana y la mesa de madera que estaba todavía más limpia, les venía a la memoria que mucho tiempo atrás, mucho antes de que Olavo naciera, había poca, muy poca necesidad de cuidarse de todos estos quehaceres, pues mientras la mujer del labrador se estaba tranquilamente durmiendo en la cama, entraba todas las noches un pequeño ser viviente y se ponía a fregar el suelo y limpiar la mesa, daba brillo a la cafetera y dejaba las cazuelas y sartenes relucientes como el sol.

Recordaban, suspirando, aquellos tiempos pasados y se lamentaban de que el gnomo les hubiera dejado. Habían acabado por quererle, y, aun después de tanto tiempo, le echaban mucho de menos y estaban tristes por su desaparición.

Olavo acostumbraba a pasar el tiempo recogiendo las manzanas que el viento había hecho caer de los árboles, o bien vigilando las ovejas que pacían en la verde hierba. A veces ayudaba a su madre a hacer manteca o cuidaba de que no se quemase la comida que se freía en la sartén. Pero, fuera cual fuese la ocupación que le retenía durante el día, siempre estaba listo para salir al encuentro de su padre cuando éste volvía todas las noches del trabajo, y el robusto labrador entraba en la cocina llevando a Olavo en hombros y diciendo: “¿Un cuento, hijo mío, un cuento? ¿Quieres que te cuente el de nuestro pigmeo?”

Entonces Olavo se deslizaba de los hombros de su padre al suelo y corría a buscar las zapatillas para el autor de sus días, el cual se arrellanaba en una cómoda silla, y tomando a Olavo sobre sus rodillas, le hablaba del geniecillo que lavaba los platos y mantenía la casa limpia y brillante como un espejo.

-Dígame, padre, ¿por qué se marchó? -preguntó Olavo una noche.

-Has de saber, hijo mío, que los gnomos son gente muy orgullosa. Por simpatía, como pudiéramos decir, trabajarán hasta reventar, pero no debes demostrarles agradecimiento por ello. Esto no quiere decir que alguna noche no les pongas una buena jarra de leche sin desnatar, a la puerta de la casa. Muchas noches vi a tu madre coger el jarro, asomarse a la puerta y dejarlo para nuestro bienhechor enanito. Ahora esto ha terminado. Puedes darles leche y te la aceptarán, viendo tu buena intención; mas si quieres pagarles, aceptarán lo que les des, pero no volverán jamás, a menos que...

La madre le interrumpió, diciendo:

-No le digas al niño el modo de hacer volver al gnomo, o esta idea ya no se le quitará de la cabeza, y se nos irá a recorrer el mundo y puede que no vuelva jamás a nuestro lado; ¡te imaginas qué tristeza!

-No, mujer, no se lo diré, no tengas miedo. Pues bien, hijo mío, como te decía, no debes darle nada, o si no se marcha. Yo, tonto de mí, estaba tan agradecido al enano por todo lo que había hecho por nosotros que pensé: “no quiero que trabaje gratis. El pobre debe haberse estropeado la chaqueta trabajando tanto, y en cuanto a sus pantalones, ¿quién sabe en qué estado se encontrarán con tantas idas y venidas?” Así es que compré un trozo de buen paño verde y otro de color castaño; y tu madre se pasó toda la noche cortando y cosiendo, y a la mañana siguiente, el vestido estaba concluido. Eran tan lindos los pequeños calzones y tan bonita la chaqueta como jamás los haya hecho para ti.

-Es la verdad -dijo la mujer.

-Aquella noche, cuando tu madre puso la leche junto a la puerta, dejó también la ropa allí, en un pequeño lío; y a medianoche oímos al enano que decía, hablando a solas:

-Un lindo par de calzones y una chaqueta para abrigarme. Ya no puedo volver aquí nunca más, nunca más, hasta que un hijo de la casa viaje conmigo por el mundo, después de haberme encontrado.

-¿Ves? ¡ya se lo has dicho! -exclamó la mujer del labrador.

-Ya sabrá algún día si se lo he dicho o no se lo he dicho -contestóle.

Luego que hubo sabido la historia del enano, Olavo quiso oír hablar del mismo continuamente, así es que el labrador y su esposa acabaron por concluir todos sus cuentos con un poco de la historia del pigmeo.

Olavo se pasaba todo el día pensando en él, y, a pesar de que presentía que lejos de su familia había de correr muchos peligros, tenía ánimos bastantes para arrostrarlos, yendo a recorrer mundo, con tal de poder traer al enanito a su casa otra vez.

Olavo preguntaba a todos sus conocidos dónde podría encontrarlo. Se lo preguntó al manzano más viejo de la huerta, que tenía el tronco retorcido, pero no le contestó. Se lo preguntó a las vacas, pero tampoco le contestaron. Se lo preguntó al perro, y el perro se puso a ladrarle sin ton ni son. Solamente las ovejas le ayudaron en sus pesquisas. Aunque no hablaban, en los ojos se les veía que sabían algo. Olavo cuidaba del rebaño durante todo el año, y veía los tiernos corderillos convertirse en gordos carneros; contemplaba las viejas ovejas tendidas en los pastos calentadas por el sol de primavera, mientras los corderillos jóvenes jugaban a su alrededor. Pensaba que quizá los corderos supieran dónde estaba escondido el pigmeo, y casi llegó a creer que podía sorprender, por casualidad, a las viejas ovejas diciéndoselo a los corderitos.

Como el labrador y su esposa veían que Olavo gozaba en apacentar las ovejas, lo mandaban todos los días a vigilar para que no se perdieran por entre los matorrales. Durante todo el verano, Olavo acostumbraba a tenderse entre los brezos, repitiéndose a sí mismo. “Viaja por el mundo después de haberme encontrado...; viaja por el mundo después de haberme encontrado. Viaja por el mundo...”

Por fin, una noche de junio, cuando de regreso de los rediles se encaminaba a su casa, oyó tañido de gaitas, muy bajo y débil, entre los brezales y muy cerca de él.

La noche próxima volvió a oír la misma música, y también la otra y muchas más, hasta que, por fin, una noche, a mediados del verano, se decidió a dar con los que tocaban la gaita tan delicadamente.

Se alejó de la senda y siguió la música, andando con mucho cuidado para no perderla. Sus dulces acordes se oían siempre delante de él, como si vinieran de un montículo de rocas que había en el yermo, donde veíase un dolmen.

“Puede ser que sean los que viven bajo el dolmen”, pensó Olavo, pues en el país había una tradición, según la cual, una raza de enanos fue enterrada bajo el montículo de piedras, los cuales salían todas las noches, en verano, a danzar; aunque nadie los pudo ver jamás.

Al paso que se fue acercando al barranco comprendió que la música estaba exactamente encima de su cabeza, así es que empezó a trepar. La mitad del camino era bastante fácil y pudo llegar hasta el fresno silvestre. Ya allí, se agarró fuertemente al árbol y descansó, pensando al mismo tiempo en el modo de subir más alto, pues veía que le quedaban unos dos metros de roca lisa hasta llegar a la, cumbre, donde había una espesa mata de brezos.

Entre el fresno y el brezal, la roca formaba una hendidura, y Olavo se quedó aferrado en aquel lugar, sin poder trepar más, y sabiendo que si resbalaba se iría rodando al fondo.. -¡Eh, a ver, el de la música! -gritó Olavo por fin.

La música paró de repente y una carita morena casi cubierta por una barbilla blanca, se asomó ávidamente al borde del barranco. , -¡Ah, por fin es Olavo! -exclamó.

Un brazo delgado y velloso, de color moreno, penetró por entre el brezal y asió a Olavo por la muñeca.

-Arriba -dijo el enano.

Olavo hizo un esfuerzo y se encontró sobre el brezal.

Quedóse tendido al borde de una pequeña resquebrajadura, con altas paredes a los lados, desde donde se veían a lo lejos, iluminadas por el crepúsculo de aquella noche de verano, las vertientes de las montañas, cubiertas de pinos; las vertientes iban a parar al mar. En una de las paredes de la roca había una pequeña cueva, y enfrente de ella un diminuto taburete de tres pies, derribado, y una gaita, junto a él, en el suelo.

-Hace mucho tiempo que te estaba esperando -dijo el gnomo, ayudando a Olavo a ponerse en pie-, ¡Mira! y se fue corriendo al interior de la cueva, y volvió a salir arrastrando una escoba y enseñando una piedra tan pulida, que hasta en medio de la semioscuridad reinante Olavo podía verse en ella-. He gastado doscientas treinta de estas escobas -dijo el enano- y he pulido esta tosca piedra hasta dejarla completamente lisa; todo por no saber en qué ocuparme, desde que me marché de La Granja.

--¡Ahí ¿eres tú el enanito? -preguntó alegremente Olavo-. ¡Pero, hombre! ¡Si te he estado buscando desde que tengo uso de razón! Por esto es que las ovejas lo sabían, supongo yo... pues tú vivirás en estos matorrales, ¿verdad?

-Sí -replicó el gnomo-. Muchas veces les he quitado los espinos cuando los tenían prendidos en la lana y les causaban molestias.

-¿Volverás ahora conmigo a La Granja? -le preguntó Olavo.

-Aún no -contestó el pigmeo-. Debemos antes viajar juntos por el mundo, y después... pues bien, sí iré otra vez a dar lustre a las cazuelas. Hace ya muchísimo tiempo que no lo he hecho. Tu padre habría hecho bien en pensarlo mejor, antes de pagarle a un gnomo como yo. Debía haber sabido que nosotros sólo trabajamos por gusto, y aquí he tenido que permanecer todos estos años, que parecían interminables, puliendo una piedra y gastando escobas contra la roca, en espera del hijo que había de crecer y encontrarme. Y por fin has venido -añadió el pigmeo, yéndose bailando hacia el interior de la cueva a buscar una pequeña jaula de madera, dentro de la cual había un gran escarabajo. Abrió la jaula y con sus dedos cogió el escarabajo.

-Tú me has encontrado y ahora sólo podemos viajar -dijo el pigmeo-. Pues antes que pueda trabajar en La Granja, he de hacer mucho por ti y tú mucho por mí. ¡Vuela, escarabajo! -exclamó-; vuela veloz y recto como una flecha, y vete al pinar próximo al mar, donde están mis hermanos, y diles que echen el bote al agua, que Olavo, el de La Granja, y yo vamos sin tardanza.

Entonces el escarabajo, que el gnomo tenía en una mano, emprendió el vuelo y se alejó zumbando por el aire embalsamado de aquella tranquila noche de verano. Un mochuelo graznaba en el valle. Olavo oyó el continuado repiqueteo de las chotacabras entre los pinares, y creyó que podían ser los pigmeos que trabajaban en la construcción del bote.

Así fue cómo Olavo, el de La Granja, se encontró con el pigmeo y se fueron a viajar juntos. Y si no fuera porque oigo que vuestra madre viene a acostaros y apagar la luz, os contaría esta misma noche cómo se embarcaron y fueron navegando hasta Puerto Brillante, donde los barcos del Sultán estaban atracados uno junto a otro bajo los rayos dorados del sol poniente; cómo se apoderaron de un, caballo maravilloso, y cómo encontraron la flor blanca que sólo se puede obtener por amor, como los servicios de los gnomos.

Esta es la razón por la cual en La Granja -aunque los padres de Olavo son viejos y están siempre sentados al lado de la chimenea-, el suelo de la cocina está maravillosamente limpio, y las cazuelas son más relucientes que las de cualquier otra cocina de aquel país. Y por esto Olavo, aunque dirige ahora los negocios de La Granja, y se ha casado con la hija del rey, sale con ella todas las noches a depositar un jarro de leche al pie de la tapia del huerto.

-Por lo menos podemos darle esto -dice Olavo-, y todo el cariño de que somos capaces, también.

Y el enanito limpia las cazuelas y friega los platos y es muy dichoso, muy dichoso, porque sabe que nunca le pagarán por su trabajo.


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