El perro fiel y el cruel niño


Había una vez un perro muy bueno, de cuyo nombre no puedo acordarme; sólo sé que era un perro excelente, en toda la extensión de la palabra; hubiera yo dado cualquier cosa por ser su amigo. Por desgracia era muy feo, y además casi nunca se lavaba; bien es verdad que esto último era culpa de su amo, un muchacho díscolo que solía maltratarlo. Un día este niño fue a la orilla de un lago bastante profundo para jugar a gansos y ánades. Ya sabéis en qué consiste este juego. Tenía el niño un puñado de piedras, las arrojaba a la superficie del lago, procurando que tocasen el agua, saltando tres o cuatro veces. El perro estaba sentado a distancia observándolo, De repente el niño resbaló por la musgosa orilla del lago y cayó al agua. Empezaba ya a ahogarse, cuando, saltando el animal tras él, lo cogió por el vestido, y conduciéndolo hasta la orilla, lo salvó. Pero enojado aquel perverso muchacho porque el perro, al sacarlo del lago, le había roto un poco el vestido, echó nuevamente al animalito al agua en busca de su sombrero, y en cuanto lo vio nadar empezó a tirarle piedras, y en poco estuvo que no ahogase al noble animal.

Un lobo hambriento y feroz vio lo que acababa de pasar, y creyendo que el pobre perro se alegraría de verse libre de un dueño tan malo e ingrato, acercándose callandito al perro, le murmuró al oído:

-Deja que lo devore.

Pero el perro afectó estar sordo de aquella oreja, y el lobo, cansado de hablar, se arrojó sobre el niño. Mas el fiel perro arremetió a su vez contra el lobo, y después de enconada lucha, logró ahuyentarlo. Mientras tanto, el mal muchacho se había ocultado detrás de un árbol y armado con un palo.

El buen animal corrió hacia su lamo rebosando alegría por la victoria, pero el niño, con voz iracunda, exclamó:

-¡Atrás, feúcho! ¿Por qué me has espantado luchando de aquella manera con aquel horrible animal? ¡Bruto, pendenciero!

No bien hubo acabado de decirle estas palabras, empezó a dar de palos al pobre animal y acabó echándolo de sí a pedradas.

Pero el pobre perro siguió fielmente a su malvado amo, quien, sin cansarse nunca de cometer malas acciones, entró en un huerto para robar manzanas. Bien sabía que el huerto pertenecía a un hombre cruel que no tenía compasión ninguna con los ladrones; pero creyó que a la sazón estaba el dueño. Empezó, pues, a coger manzanas y a tirarle al pobre perro las que encontraba verdes. De repente apareció el hortelano, e iracundo fuese a él armado con una escopeta. Apuntó con rabia al muchacho:

-O me pagas inmediatamente las manzanas, o disparo -le dijo.

El perverso chiquillo no tenía ni una miserable moneda de cobre en los bolsillos. Dándose ya por perdido, empezó a gritar lleno de terror:

-¡Chucho, chucho, a mí!...

Los perros no pueden trepar a los árboles, pero aquél podía hacerlo. Saltó al tronco como si hubiera sido hecho de goma elástica, y cogiendo las ramas con los dientes, alcanzó a su amo y lo protegió con su cuerpo en el preciso instante que el cruel hortelano disparaba el arma. La bala penetró en el cuerpo del noble y bravo animal. El pobrecillo volvió sus ojos moribundos al niño para implorar su ayuda, pero éste se hallaba muy distante, corriendo a todo correr, como ladrón que era. Así pereció el fiel perro, víctima de su inquebrantable lealtad.

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-¿Qué se hizo de aquel niño tan malo? -preguntó Juana, que se había enardecido de indignación al oír los malos tratos que se daban al pobrecito can.

-Continuó siendo malo -respondió el abuelito-, y la pagó muy cara, porque nadie lo quiso nunca.