LA REINA AMIGA DE SANTIAGUITO


Érase un muchacho, de nombre Santiago, que vivía cerca de los muelles de Londres. Tenía el desgraciado las piernas tan torcidas y extremadamente flacas, que sólo podía andar con ayuda de muletas.

Su padre trabajaba en los muelles como cargador de los grandes barcos.

Como eran numerosos sus hermanos su padre no le pudo comprar más que unas muletas sumamente baratas, que, además de serle cortas, le lastimaban los sobacos y lo obligaban a marchar inclinado. Así iba creciendo el niño, débil y raquítico, y sus padres, acongojados, temían no viviese mucho tiempo.

Un día estaba Santiaguito sentado en su cama, junto a la ventana abierta, escuchando la algazara de los muchachos que jugaban en la calle y contemplando por entre los tejados y chimeneas cómo los palos de los barcos se dibujaban en el sereno azul del cielo, cuando oyó extrañas voces en la habitación inferior; aguzando el oído, oyó pisadas en las escaleras y al mismo tiempo voces alegres y joviales.

Levantóse el picaporte de la puerta y por ella entró su madre acompañando a una elegante señora que llevaba de la mano a una niña.

Adelantóse la dama hacia el lecho del enfermito, e inclinándose sobre él, besó su pálida frente, y le habló después tan familiarmente como si de largo tiempo lo conociese. Besólo la niña y le dijo:

-Espero que pronto te pondrás bueno, Santiaguito.

Entretanto había su madre acercado unas sillas, en las que se sentaron las tres junto a la cabecera del niño, que, maravillado, no comprendía la presencia de tan encopetada visita.

-Hay una persona que te quiere mucho -le dijo la señora- y que siente profunda pena porque estás enfermo y sufres. Es ella una gran señora, la más noble dama del país; se llama la reina Alejandra.

Admirado, abrió Santiaguito desmesuradamente los ojos, y sonriendo con dulzura, dirigió una mirada cariñosa a su madre.

-Sí, Santiaguito; la reina Alejandra te ama, y tanto le preocupa tu dolencia, que pasa muchas horas del día pensando lo que puede hacer para verte dichoso. Ella me ha enviado aquí porque mi hija pertenece a la Liga de la Reina Alejandra, y es su real deseo te diga que en una espléndida casa situada en el campo hay un hermoso lecho para ti; quiere su Majestad que te lleve allí, donde serás atendido hasta que te pongas bueno por completo y te conviertas en un muchacho robusto.

-Y allí tendrás, también, un florido jardín a tu disposición -añadió la niña- en el que podrás cuidar cuantas flores quieras.

-Además -repuso su madre-, aprenderás un oficio, hijo mío. ¿Qué, no te gustará? Con él podrás ganarte la vida y ser independiente.

Sonábale todo esto al enfermo a algo así como si fuera un cuento de hadas, y tan estupefacto estaba que sólo pudo balbucear: “Madre, ¿está segura de que todo esto no es más que una broma?” Lo que más le extrañaba era que la misma reina fuese sabedora de sus sufrimientos y se dignase aliviarlos. Pero un día detúvose a la puerta de su casa un coche, del que bajó una enfermera que venía en busca del niño. Agolpábanse los vecinos para despedir a Santiaguito, quien colocado cuidadosamente en el interior del carruaje, se alejó de su barrio para ir a la estación del ferrocarril, y de allí al campo, fuera de Londres.

La dama tenía razón y era muy cierto cuanto había dicho. Al término de su viaje llegó a una casa tan grande y hermosa que le parecía un palacio; rodeábala un bello jardín, y en ella lo esperaba un blando lecho.

Tuvo allí por amigos a otros niños tullidos como él.

Como era diligente, aprendió a leer y estudió cosas útiles; amábanlo todos por su bondadoso carácter, y él estaba encantado de su nueva vida.

Un día que estaba en el jardín de rodillas sobre una esterilla, recogiendo semillas de sus flores, oyó detrás de él el roce de un vestido y al mismo tiempo una voz desconocida que lo llamaba por su nombre. Volvió Santiaguillo prontamente la cabeza y al levantar la vista, vio a su lado a una elegante señora.

-¿Estás contento? -le preguntó la dama.

Santiaguito hizo con la cabeza una señal afirmativa; tal era su emoción que no pudo hablar.

-¿Sabes quién soy?

Movió nuevamente el niño su cabeza afirmando con entusiasmo y enjugándose una lágrima en sus mejillas.

-¿Es la primera vez que me ves?

Con la cabeza dijo el niño que no.

-Entonces, ¿cómo sabes quién soy?

-He visto cuadros... -prorrumpió Santiaguito, golpeando la tierra con sus manitas-. Solamente que vos sois más bella que todos los cuadros.

La dama sonrió, c inclinándose puso su delicada mano sobre la cabeza del niño y le dijo:

-Me alegro de que seas tan feliz.

-Señora, vos queréis también que todos los tullidos de Inglaterra sean dichosos como yo, ¿no es cierto?

-Así es, Santiaguito.

-¡Qué hermoso corazón tenéis, señora! -exclamó el niño con entusiasmo. Diciendo así cortó las más lozanas flores, y formó con ellas un gracioso ramo, que ofreció a la dama.

-Vuestras son, os pertenecen -le dijo-. Yo también soy vuestro, gentil señora, y vuestros son todos los tullidos que tanto amáis.

Tomó ella las flores, aspiró su perfume, e inclinándose, regalóselas graciosamente a Santiaguito.

-Deseo que se las envíes a tu madre, como expresión de mi afecto.

-¡Vuestro afecto! -murmuró el cojito. Y cogiendo sus muletas con ligereza, se puso en pie, y se dirigió presuroso al asilo.

-¡Mi querida enfermera! -gritó al entrar en él-. Voy a mandar estas flores a mi madre en una caja de cartón, con una carta que le diga que es la reina quien se las envía como expresión de su afecto. ¡Figúrese qué encanto! ¡La reina manda a mi madre su afecto!

Sobre la chimenea del comedor de la humilde casa junto a los muelles de Londres, hay un vaso de cristal que sostiene las flores amarillentas y marchitas que la reina de Inglaterra envió a la madre de Santiaguito.