LA CÉLEBRE RANA SALTADORA DEL CONDADO DE CALAVERAS - Mark Twain


En toda mi vida no he tropezado con un hombre tan curioso como Smiley, a quien conocí no sé si en el invierno de 1849 o en la primavera de 1850.

Este granuja estaba siempre dispuesto a apostar a propósito de cualquier nonada, como encontrara con quién hacerlo. Su idea fija eran las apuestas. No podía hablarse de la menor cosa delante de él, sin que estuviese dispuesto a apostar en pro o en contra. Si dos perros peleaban, apostaba; si reñían dos gatos, apostaba; si eran dos palomos, apostaba. Si dos pájaros se posaban en la misma rama, apostaba a cuál volaría primero; si enfermaba una persona, apostaba indistintamente a favor de su muerte o de su curación. Todo era para él motivo de apuesta, y tomaba en ellas uno u otro partido, siempre lleno de decisión y entusiasmo.

Este Smiley tenía una jaca que los pilluelos llamaban "La Remolona", pero debía de ser una vil calumnia ya que andaba más de prisa de lo que se decía, pues su dueño ganaba mucho dinero con ella aunque, según él, padecía de asma, de cólico, de consunción y de alguna otra enfermedad.

Con aquella jaca iba Smiley a las carreras; se le concedían cien, doscientos, trescientos metros de ventaja, lo que no impedía que fuera alcanzada rápidamente. Entonces la jaca se excitaba y se ponía a galopar, levantando nubes de polvo y haciendo un ruido insoportable con su tos asmática, pero llegando la primera a la meta y ganando siempre por una cabeza.

También tenía Smiley un perro pequeño, que parecía no valer un centavo, tan flaco y desmedrado era que, apostar en contra de él, era exponerse a pasar por ladrón. Como es lógico, dado el aspecto del perro, no faltaba gente que apostara, creyendo hacer fortuna; pero desde que había dinero en juego el perro cambiaba de aspecto. Su mandíbula inferior se adelantaba, belicosa, y sus dientes se mostraban brillantes y apretados como la muralla de una fortaleza. El otro perro podía provocarlo, morderlo, hasta ponerlo en fuga, pero "Andrés Jackson", éste era su nombre, continuaba la partida haciendo el negocio de su amo, hasta que las apuestas se doblaban, se triplicaban, y cuando no quedaba ya dinero en los bolsillos de los espectadores, entonces de un salto y de una sola dentellada, atrapaba al perro enemigo y le hincaba los dientes en la articulación de la pata derecha, sujetándolo así aunque fuese un año, hasta que la victoria quedaba asegurada.

Smiley nunca había perdido con aquel animal, hasta el aciago día en que hizo su aparición un perro que no tenía pata derecha. Cuando comenzó la batalla, "Andrés Jackson" siguió sus antiguos métodos: primero, el de dejarse vapulear hasta que todo el dinero estuvo en juego; y después, el de sujetar a su enemigo por la pata favorita. Fue entonces cuando vio con dolor, que se habían burlado de él, y que el otro perro le sacaba la lengua. Quedóse con esto tan abatido, sorprendido y desconcertado que no hizo un sólo esfuerzo para vencer. Miró a Smiley lastimeramente, como diciéndole que su corazón estaba roto y que él era el culpable por haberlo hecho enfrentar a un perro que no tenía pata derecha. Lanzó un aullido lastimero, se tendió en el suelo y murió. Era un buen perro aquel "Andrés Jackson"; si hubiese vivido, se habría hecho un hombre de provecho.

Pues bien, este Smiley tenía gallos de riña, gatos y otra porción de animales parecidos, al punto que no había un momento de reposo en las apuestas. Un día cogió una rana y llevándola a su casa nos dijo que iba a hacer de ella una campeona. Durante tres meses no hizo otra cosa que enseñarle a saltar, y consiguió que con sólo darle un golpe ligero por detrás, la rana saltara dando una o dos volteretas en el aire. Smiley le había enseñado a cazar moscas, y en esto había resultado, también, una verdadera maestra. Ninguna rana podía competir con ella.

No una vez, sino muchas, he visto a "Daniel Webster", éste era el nombre de la rana, lucir sus extraordinarias habilidades.

Smiley le decía:

-¡A las moscas, "Webster"! ¡"Daniel", a las moscas!

Y en un abrir y cerrar de ojos, daba un salto, atrapaba una mosca de encima del mostrador y volvía a saltar al suelo, donde se ponía a rascarse la cabeza con la pata de atrás, con un aire tal de indiferencia, como si no tuviese la menor idea de la hazaña que acababa de realizar. Pero el salto en longitud era su verdadera especialidad. En este caso Smiley apostaba por su rana todo el dinero que tenía. Estaba terriblemente orgulloso de ella y tenía razón. Smiley guardaba su rana en una bolsa de cuero, y frecuentemente la llevaba consigo a la ciudad, para apostar allí contra cualquier competidor.

En una ocasión, un forastero, viéndolo con la bolsa colgada al cuello, le preguntó:

-¿Qué diablos lleváis ahí?

Smiley le contestó con aire tranquilo e indiferente:

-Esto podría ser una cotorra o un canario, pero no; es sencillamente una rana.

El otro la mira con toda atención, la examina por todos lados y después exclama:

-¿Y para qué sirve este bicho?

-¿Que para qué sirve? Para muchas cosas. Primeramente puede ganarle a saltar a cualquier rana del Condado de Calaveras.

El individuo examina largamente a la rana campeona y exclama con aire decidido:

-Después de todo, no veo en esta rana nada extraordinario.

-Puede ser -repuso Smiley- que tengáis experiencia en la materia, tal vez desconozcáis la clase, pero yo tengo mi opinión formada y apostaré cuarenta dólares a que esta rana salta más que cualquier rana de Calaveras.

El otro reflexiona, y luego exclama con aire triste:

-Vea usted, soy extranjero y no traigo conmigo ninguna rana. Si tuviera una. apostaría.

-Muy bien -respondió Smiley-, si queréis tener la bolsa un momento, iré a buscar una.

El individuo toma la bolsa, coloca sus cuarenta dólares al lado de los de Smiley, y se sienta a esperar. Como el otro tardaba, tuvo tiempo de pensar y hacer. Sacó la rana de la bolsa, le abrió la boca cuan grande era, tomó una cucharilla de té y se puso a llenar el estómago de la rana de perdigones, y después de llenarla hasta la boca, la colocó delicadamente en el suelo.

Al cabo regresó Smiley trayendo una rana que había cazado y dijo:

-Ya está todo dispuesto. Poned la al lado de "Daniel", con las patas delanteras al mismo nivel, y yo daré la señal.

Cumplido esto por el forastero, Smiley grita:

-Una, dos, tres: ¡Saltad!

Y ambos tocan, cada uno a su rana, por detrás, para darles el impulso primero.

La rana nueva salta vivamente. "Daniel" hace un esfuerzo y alza las patas; pero todo es inútil, no podía moverse. Estaba clavada en la tierra más sólidamente que una catedral. Daba la impresión de estar anclada. Smiley estaba un poco sorprendido y muy disgustado porque no alcanzaba a entender lo sucedido.

El extranjero tomó el dinero y castañeteó los dedos con cierta impertinencia, exclamando al mismo tiempo:

-;Yo no veo en esa rana nada extraordinario!

Smiley permaneció largo tiempo con la cabeza entre las manos, mirando a "Daniel" y pensando en los acontecimientos últimos. Al fin se dijo:

-No comprendo por qué hoy se ha negado a saltar. ¿Qué le habrá pasado? Porque enferma no está; parece más gorda que nunca. Agarra a "Daniel" de la piel del cuello, y al levantarla exclama:

-¡El diablo me lleve si no pesa cinco libras!

La vuelve boca abajo y, como un chorro, "Daniel" echa dos buenos puñados de perdigones. Entonces... solamente entonces Smiley comprende que ha sido engañado.

Loco de furor deja la rana en el suelo y corre en busca del extranjero. .. pero no puede alcanzarlo.


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