LA CABEZA DE MEDUSA Parte 2


Perseo miró intensamente entre las tinieblas y descubrió a las tres mujeres, a no muy larga distancia. Como la luz era casi nula, no pudo distinguir qué clase de criaturas eran, y sólo vio distintamente su larga y encanecida cabellera; pero, al acercarse ellas más, ya vio claramente que dos de ellas no tenían sino una gran cuenca de ojo vacía en medio de la frente. Pero en el centro de la frente de la tercera hermana había un ojo grande, brillante y penetrante, el cual relucía como un diamante en una sortija; tan penetrante parecía, que Perseo creyó, sin duda alguna, estar dotado el tal ojo con la facultad de ver a medianoche lo mismo que si fuese claro mediodía. La vista de tres personas estaba fundida y reunida en aquel único ojo.

Una de ellas, antes de llegar a los arbustos, gritó:

-¡Hermana!, ¡hermana Esperpento!, ya has tenido bastante el ojo; ahora me toca a mí.

-Déjamelo un poco más, hermana Pesadilla -respondió Esperpento-. Creo que he visto algo detrás de aquellos espesos matorrales.

-Bien, y ¿qué tenemos con eso? -contestó de mal humor Pesadilla-; ¿acaso no puedo yo ver como tú, o quizá mejor, lo que haya detrás de unos matorrales? Déjame mirar a mí. ¡Enseguida!

Pero entonces la tercera hermana, que se llamaba Tiemblanudillos, comenzó a quejarse y decir que a ella le tocaba ahora mirar, y que Esperpento y Pesadilla siempre lo querían para ellas solas. Para acabar la disputa, Esperpento sacóse el ojo de la cuenca y lo puso en la palma de su mano extendida, gritando:

-Tomadlo una de vosotras y acabad esa necia disputa; por mi parte, me alegraré de estar un rato en tinieblas; no obstante, tomadlo pronto o me lo encajo de nuevo.

Por lo tanto, Pesadilla y Tiembla-nudillos extendieron sus manos buscando a tientas la mano de Esperpento y el ojo. Pero, como las dos estaban a ciegas, no podían encontrar la mano, y la misma Esperpento, tan ciega ahora como sus hermanas, no encontraba tampoco las suyas para dárselo; así es que estas tres buenas ancianas (como fácilmente lo entenderán mis sabios y sesudos lectores), estaban muy perplejas; porque, aunque el ojo relucía como una estrella en la mano de Esperpento, todavía las tres mujeres de los cabellos grises no percibían ni un vislumbre de su luz y, por el deseo impaciente de ver, estaban las tres sumidas en las tinieblas.

Mercurio divertíase tanto viendo a Tiemblanudillos y Pesadilla buscar a tientas el ojo, y reprendiendo las dos a Esperpento, y entre sí, que no pudo contener una sonora carcajada.

-Ahora es la ocasión -dijo a Perseo-; ¡vivo, vivo! antes que se lo encajen en la frente, sal y toma el ojo de las manos de Esperpento.

En un instante, mientras que las tres mujeres estaban aún regañando una con otra, salió Perseo del matorral y se apoderó del ojo; las tres mujeres no se dieron cuenta de lo que había acontecido, y suponiendo cada una que el ojo estaba en posesión de la otra, empezaron su contienda hasta que Perseo, pensando no ser conveniente molestar de tal manera a tan respetables damas, creyó necesario explicarles lo sucedido.

-Señoras -dijo-, tengan la bondad de no regañar y enfadarse unas con otras. Si alguien es culpable, yo lo soy, que tengo el honor de poseer en mi mano vuestro muy excelente y brillante ojo.

-¿Tú, tú tienes nuestro ojo? ¿Quién eres tú? -gritaron las tres, aterrorizadas al oír una voz desconocida y oír que su ojo estaba en poder de quien no podían ni conjeturar cosa alguna-. ¡Oh! ¿qué haremos, hermanas, qué haremos? ¡Las tres ciegas! Danos nuestro ojo; danos nuestro precioso y único ojo; tú tienes los dos tuyos, ¡danos nuestro ojo!

-Diles -apuntó Mercurio a Perseo- que tendrán el ojo tan pronto como te dirijan a donde puedas encontrar a las ninfas que tienen los chapines voladores, la bolsa mágica y el yelmo de la invisibilidad.

-Respetables damas -dijo él (pues su madre le había enseñado a ser muy cortés)-, yo tengo vuestro ojo muy seguro en mi mano, y lo retendré hasta que me digáis dónde encontraré a las ninfas que poseen la bolsa encantada, los chapines voladores, y... (¿qué es lo otro?) el yelmo de la invisibilidad.

-¡Ay de nosotras, hermanas! ¿De qué está hablando este hombre? -exclamaron las tres, interpelándose unas a otras con grandes muestras de admiración-; ¡un par de chapines voladores, dice!; pronto volarían sus talones más altos que su cabeza si hiciese la necedad de ponérselos. Y ¡un yelmo de la invisibilidad! ¿Cómo lo podrá hacer invisible un yelmo, a no ser que sea tan grande que lo cubra todo? ¡Y la bolsa encantada! ¿Qué chisme será ése? No, no; buen extranjero, no podemos decirte nada de esas cosas: tú tienes dos ojos tuyos, y nosotras uno entre las tres; puedes, por consiguiente, dar con tales maravillas mejor que tres ciegas ancianas como nosotras.

Oyéndolas Perseo hablar de esta manera, comenzó a pensar que las tres mujeres de los cabellos grises no sabían, en realidad, cosa alguna del asunto y, como lo apenaba hacerlas padecer, estuvo a punto de devolverles el ojo y pedirles perdón por la grosería de habérselo quitado. Pero Mercurio le detuvo la mano.

-No te dejes engañar -le dijo-.Estas tres mujeres de los cabellos grises son las únicas en todo el mundo que te pueden decir dónde encontrar a las ninfas; y a menos que lo sepas, no podrás cortar la cabeza y guedejas culebrinas de Medusa. No des el ojo por ahora y todo nos saldrá bien.

Y así fue; Mercurio tenía razón. Pocas cosas hay que las personas estimen tanto como la vista, y las tres mujeres apreciaban su ojo como si fuese media docena de ellos (justo número de los que debían poseer), y como veían que no había otro medio de recobrarlo, por fin dijeron a Perseo lo que éste quería saber. Apenas lo hicieron, cuando él, dándoles las gracias y despidiéndose, introdujo el ojo en una de las cuencas de sus frentes; pero, por casualidad, la agraciada fue Esperpento, que ya lo tenía cuando les ocurrió la aventura con Perseo, y por esto, antes de que él se hubiese alejado comenzaron a disputar nuevamente con acritud.

Entretanto, Mercurio y Perseo volaban en busca de las ninfas: las tres ancianas les habían dado tales señas, que no tardaron en dar con ellas. Eran éstas bien diferentes de Esperpento, Pesadilla y Tiemblanudillos; pues en vez de viejas, eran jóvenes y hermosas, y en lugar de no tener sino un ojo entre todas, cada una tenía sus dos propios, hermosísimos por cierto, con los cuales miraron bondadosamente a Perseo. Parecían conocer a Mercurio de muy atrás, y cuando éste les dijo la empresa de que se había encargado Perseo, no tuvieron dificultad en darle los valiosos objetos que custodiaban. En primer lugar sacaron una bolsa pequeña, hecha de piel de ciervo y primorosamente bordada, y se la entregaron mandándole la guardase con mucho cuidado: era la bolsa mágica. Trajeron después un par de chapines o sandalias con un par de pequeñas alas en los talones.

-Póntelas, Perseo -dijo Mercurio-. Verás qué ligero vas a andar el resto del camino.

Perseo se puso una dejando la otra en el suelo cerca de él, pero, de repente, ella levantó su vuelo y se hubiese escapado probablemente, si Mercurio no hubiese dado un salto y la hubiese cazado en el aire.

-Ten más cuidado -dijo al devolvérsela a Perseo-, que espantaría a las aves si viesen volando entre ellas una sandalia.

Ya tenían las ninfas preparado el yelmo con negro penacho de ondulantes plumas para colocarlo en la cabeza de Perseo, y al hacerlo aconteció una cosa rara por demás, y más maravillosa que todo cuanto llevo dicho. En el instante inmediato anterior a que le pusiesen el yelmo, allí estaba Perseo, hermoso joven de dorados cabellos y rosadas mejillas, la corva espada ceñida a la cintura, y embrazado el relumbrante escudo; una figura que parecía toda hecha de valor, viveza y fulgurante luz; pero cuando hubo descendido el yelmo sobre su blanca frente, ya no se vio allí nada de Perseo. ¡Nada; sólo aire! ¡Aun el mismo yelmo que le había hecho invisible había desaparecido!

-¿Dónde estás, Perseo? -preguntó Mercurio.

-¡Pues, aquí! -respondió Perseo muy tranquilamente, aunque su voz parecía salir de entre la transparente atmósfera-, donde estaba ahora mismo. ¿No me ves?

-No, por cierto -respondió su amigo-. Estás oculto bajo el yelmo; y, si yo no te veo, tampoco te verán las Gorgonas. Por lo tanto, sígueme y veremos si eres diestro en usar los chapines voladores.

Después de estas palabras, extendiéronse las alas del capacete de Mercurio como si la cabeza de éste estuviese a punto de volar separada de sus hombros, pero se levantó todo él y Perseo lo siguió. Ascendidos ya unos cuantos centenares de pies, comenzó a notar el joven qué delicioso era dejar la tierra oscura y volar en las alturas como un ave.

Habían a esta sazón dado vista a un ancho océano y ya volaban sobre él. Por debajo de ellos agitábanse tumultuosamente las olas en medio del mar, o rodaban con blanca resaca en las extensas playas, o hervían con espuma contra los peñascos con mugido estruendoso, que antes de llegar a Perseo ya era débil como la voz de un chiquillo medio dormido.

-Perseo- dijo Mercurio- : ahí están las Gorgonas.

-¿Dónde? -exclamó Perseo-; yo no las veo.

-En la playa de esa isla que tienes debajo; una piedra que tirases ahora, caería en medio de ellas.

Directamente debajo de ellos, a unos mil metros, descubrió Perseo una isla, rodeada por la blanca espuma de las olas que se estrellaban sobre sus costas, excepto en un lado que tenía una playa de nívea arena. Descendió hacia ella y, fijándose en una especie de mancha brillante junto al pie de un precipicio de negras rocas, distinguió a las terribles Gorgonas. Dormían profundamente arrulladas por el fragor del mar, pues, para dormir, a tales monstruos era menester un ruido tal, que bastaría para ensordecernos. La luz de la luna relucía sobre sus aceradas escamas y doradas alas, las cuales caían sobre la arena. Sus bronceadas garras salientes agarraban las rocas, mientras que las Gorgonas dormían soñando hacer trizas a algún desdichado mortal. Las culebras que de cabello les servían parecían dormir también, aunque de vez en cuando alguna se contorcía y, levantando la cabeza y sacando la hendida lengua, lanzaba un soñoliento silbido, y se entrelazaba luego con las otras serpientes que la rodeaban.

-Ahora es la tuya -dijo Mercurio que volaba junto a Perseo-. Vivo; porque, si una de las Gorgonas despierta, llegarás tarde.

-¿A cuál acometo? -preguntó Perseo desenvainando la espada y descendiendo un poco más-. Todas tres parecen lo mismo; las tres tienen guedejas culebrinas: ¿cuál de las tres es Medusa?

Ha de tenerse presente que de estos tres monstruos sólo la cabeza de Medusa podría ser cortada; las otras dos, aunque hubiesen recibido por una hora seguida repetidos golpes de la mejor forjada espada, no habrían sufrido lesión alguna.

-Ten cuidado -le dijo Mercurio-;, una de las Gorgonas está inquieta en su sueño, y despertará en breve. Ésa es Medusa; no la mires, que te volverías piedra: fíjate en el reflejo de su rostro y figura sobre el brillante espejo de tu escudo.

Perseo entendió ahora por qué Mercurio le había mandado pulir su escudo: en su superficie podría ver sin peligro la faz de la Gorgona; y ya la veía, reflejada en la pulimentada superficie, a la luz de la luna, manifestando toda su terribilidad. Las serpientes, cuya venenosa naturaleza no les permitía dormir por completo, estaban retorciéndose sobre su frente. Era la faz más fiera y horrible que jamás se vio o imaginó, pero con cierta belleza extraña, terrible y salvaje. Tenía aún los ojos cerrados y aún dormía, pero cierta expresión de inquietud se dibujaba en aquel rostro, como si el monstruo tuviese una horrible pesadilla; sus blancos colmillos rechinaban, y sus bronceadas garras estaban sepultadas en la arena.

-Ahora, ahora -murmuró Mercurio, que se iba impacientando ya-; acomete al monstruo, pero con calma. Mira a tu escudo según desciendes y cuida de no errar el primer golpe.

Perseo voló hacia abajo con mucha cautela mirando la faz de Medusa reflejada en el escudo. Cuanto más se acercaba, tanto más terrible le parecía aquel rostro de serpiente y cuerpo metálico del monstruo. Por fin, cuando Perseo se vio en el aire sobre la Gorgona, teniéndola al alcance de su brazo, levantó la espada, al mismo tiempo que las culebras erguíanse amenazadoras, y Medusa abría los ojos. Pero despertaba demasiado tarde; la espada era muy tajante; el mandoble cayó como un rayo y la cabeza de la malvada Medusa rodó separada de su cuerpo.

-¡Magnífico! -exclamó Mercurio-. Date prisa y pon la cabeza dentro de tu encantada bolsa.

Con admiración de Perseo, aquella bolsita bordada que hasta entonces colgara de su cuello, había crecido en un momento lo bastante para contener la cabeza de Medusa: vivo como el pensamiento la tomó por las enroscadas víboras, y la introdujo en ella.

-Ya está acabada tu tarea -dijo Mercurio-. Ahora huye, porque las otras Gorgonas harán cuanto puedan para vengar la muerte de Medusa.

Y en verdad que era necesario huir; porque no había Perseo llevado a término su hazaña, sin que el tajo de la espada, el silbar de las culebras y el rodar de la cabeza de Medusa sobre la playa, despertasen a los otros dos monstruos. Allí estuvieron sentados un momento, restregándose soñolientos los ojos con sus dedos de bronce, mientras que todas las serpientes de sus cabezas se volvían sorprendidas y furiosas contra un enemigo que no veían. Pero cuando las Gorgonas vieron descabezado el escamoso tronco de Medusa, y sus doradas alas medio extendidas en la arena y arrugadas y descompuestas, fue temeroso escuchar los gritos y alaridos que dieron. ¡Y las serpientes!... todas a una produjeron un horrendo y centuplicado silbido, al que igualmente contestaron las serpientes de Medusa desde la bolsa encantada.

Tan pronto como las Gorgonas estuvieron despiertas del todo, alzáronse de la tierra, blandiendo sus garras de bronce, rechinando sus colmillos y batiendo tan fuertemente sus monstruosas alas, que varias de las doradas plumas se desprendieron y cayeron sobre la playa, donde quizá yacen todavía. Alzáronse las Gorgonas, como he dicho, mirando por todas partes con los ojos extremadamente abiertos, con esperanzas de convertir a alguien en piedra. Si Perseo las hubiese mirado o hubiese caído en sus garras, su pobre madre no hubiese besado más a su hijo; pero tuvo buen cuidado de volver la vista a otro sitio, y como llevaba el yelmo de la invisibilidad, no supieron las Gorgonas en qué dirección seguirlo: tampoco dejó de usar sus chapines voladores remontándose gracias a ellos a una altura de una milla o cosa así. En aquella altura, cuando los gritos de aquellas abominables criaturas se oían muy débilmente a lo lejos, tomó rectamente la dirección de la isla de Sérifo para entregar la cabeza de Medusa al rey Polidectes.

Llegó por fin nuestro bravo Perseo a la isla donde esperaba ver a su madre; pero durante su ausencia el perverso rey había tratado tan mal a Danae que ésta hubo de escapar y refugiarse en un templo donde algunos ancianos sacerdotes la protegieron con gran bondad.

No encontrando Perseo a su madre en casa, dirigióse al palacio y fue al punto introducido a la real presencia. No se alegró Polidectes al verlo, pues ya daba por hecho que las Gorgonas lo habían devorado; mas no obstante, viéndolo sano y salvo y de vuelta, puso la mejor cara que pudo y preguntóle cómo le había ido.

-¿Has cumplido tu promesa? ¿Me has traído la cabeza de Medusa con las guedejas culebrinas? Si no es así, te costará caro.

-Pues, sí, Real Majestad -contestó Perseo con mucha naturalidad, como si esto no fuese nada para tal joven como él-; he traído la cabeza de Medusa juntamente con las guedejas culebrinas y todo.

-¡De veras!... Déjame verla; debe ser un espectáculo muy curioso, si lo que de ella cuentan todos los viajeros es verdad.

-Vuestra Majestad -respondió Perseo- tiene razón. Es realmente un objeto digno de atraer la atención de los que lo miren. Si Vuestra Majestad lo estima conveniente, yo aconsejaría se hiciese una fiesta y se reuniesen todos vuestros súbditos para contemplar esta maravilla. Creo que muy pocos de ellos habrán visto una cabeza de Gorgona, y quizá no la verán por segunda vez.

Bien sabía el rey que sus súbditos eran un hatajo de gandules amigos de ver novedades, como lo son todos los holgazanes. Por esto tomó el consejo del joven y envió heraldos y mensajeros en todas direcciones para que, a son de trompetas, por calles, plazas, mercados y caminos, congregasen a todos a la Corte. La mayor parte de los habitantes fueron tan de prisa como pudieron al palacio, y se empujaban y apretaban y daban codazos con el ansia de llegar cerca del balcón desde donde se mostraba Perseo teniendo una bolsa bordada en la mano.

En una plataforma frente por frente del balcón, sentábase el rey Polidectes, en medio de sus consejeros y aduladores cortesanos, que en semicírculo estaban junto a él. El monarca, los consejeros, los cortesanos, los súbditos todos miraban ansiosamente al joven Perseo.

-¡Muéstranos la cabeza! ¡Muéstranos la cabeza! -gritaba la gente; y había tal fiereza en sus gritos, que parecía habían de descuartizar a Perseo si no les enseñaba lo que tenía dentro de la bolsa.

-¡Muéstranos la cabeza de Medusa con sus cabellos de culebras!

El rostro de Perseo se cubrió con un intenso velo de dolor y lástima.

-¡Oh, rey Polidectes! -gritó-, y  vosotros, ¡oh, innumerables gentes! No me atrevo a enseñaros la cabeza de la Gorgona.

-¡Oh, villano y cobarde! -rugió el pueblo más fieramente que antes-. ; ¡Está jugando con nosotros: no tiene la cabeza de la Gorgona. Enséñanos la ) cabeza, si la tienes, y si no, te cortaremos la tuya. Los malvados consejeros murmuraban a los oídos del rey dándole ímprobos consejos; los cortesanos decían que Perseo había faltado al respeto de su rey y señor; y el mismo rey con potente voz de mando y agitando la mano, le mandó mostrase la cabeza so pena de la vida.

-Enséñame la cabeza de la Gorgona, o mandaré cortar la tuya. Perseo suspiró.

-Ahora mismo -gritó Polidectes-, o si no, mueres.

-Miradla, pues -gritó Perseo con voz tonante.

Levantóla de repente, y en menos que un ojo pestañea, ya el malvado rey Polidectes, sus depravados consejeros, y todos sus fieros súbditos, no eran más que estatuas de un monarca y su pueblo. A la primera vista de la terrible cabeza de Medusa, quedaron convertidos en blanco mármol; y Perseo, puesta de nuevo la cabeza en la encantada bolsa, fue a decir a su madre que no tenía ya que temer cosa alguna del malvado rey Polidectes.


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