EL VELLOCINO DE ORO Parte 1 - Nataniel Hawthorne


Cuando Jason, hijo del destronado rey de Yolcos, era muy niño todavía, fue alejado del lado de sus padres y confiado al preceptor más singular que pueda imaginarse. Tan docto personaje pertenecía a la familia de los cuadrúpedos llamados centauros. Vivía en una caverna, su cuerpo y sus piernas eran de caballo blanco; pero tenía la cabeza y el torso de hombre. Llamábase Quirón y, a pesar de su extraña figura, era un maestro excelente y contaba con algunos discípulos que, posteriormente, lo honraron haciéndose célebres en el mundo. Hércules fue uno de ellos, y también Aquiles y Filoctetes, y asimismo el famosísimo doctor Esculapio. El bueno de Quirón enseñaba a sus discípulos a tocar el arpa, a sanar enfermedades, a blandir la espada y embrazar la rodela, y muchas otras cosas comprendidas en la educación de un niño en aquellos tiempos, en vez de adiestrarse en la escritura y en la aritmética.

Por fin, Jasón, cuando fue ya un mancebo alto y atlético, quiso salir al mundo en busca de aventuras, sin consultarlo antes con Quirón ni decirle una sola palabra de sus propósitos. En esto ciertamente obraba con muy poca cordura, y abrigo la esperanza de que ninguno de mis jóvenes lectores seguirá jamás su ejemplo. Pero es preciso que sepáis que Jasón había averiguado que era príncipe de sangre real y que su padre Esón, rey de Yolcos, había sido despojado de sus Estados por un tal Pelias, el cual hubiera también dado muerte a Jasón, de no estar éste oculto en el antro del centauro. Jasón, pues, siendo ya un hombre, se propuso poner las cosas en su punto, castigando al malvado Pelias por el crimen de que fue víctima su querido padre, y echarlo del trono a fin de poder sentarse él en su lugar.

Con tal intento, armada cada mano de una lanza y cubiertas sus espaldas con una piel de leopardo para resguardarse de la lluvia, emprendió su viaje, dejando acariciar por el viento su rizada y blonda cabellera. La prenda que más lo enorgullecía de las pocas que llevaba encima era un par de sandalias que habían pertenecido a su padre; tenían bellísimos bordados y se ataban a sus tobillos con unas largas cintas de oro.

Después de no sé cuántas jornadas, Jasón llegó a un río turbulento, de impetuosa y revuelta corriente, cubiertos sus remansos de blanca espuma, que le cerró el paso. Aunque dicho río no era caudaloso en las épocas de sequía, henchían, a la sazón, su cauce las lluvias abundantes y las nieves derretidas de las laderas del monte Olimpo; mugía de tal suerte y aparecía tan indómito y peligroso, que Jasón, a pesar de su osadía, creyó prudente detenerse en la orilla. El lecho del río parecía sembrado de rocas agudas y desiguales, algunas de las cuales sobresalían por encima de las aguas. De vez en cuando, arrastraba la corriente algún árbol arrancado de cuajo, que iba chocando con los peñascos, o alguna cabra ahogada, y Jasón vio también pasar los despojos de una vaca.

En una palabra: el río, con su crecida, había causado ya graves daños. Era harto profundo para que Jasón lo vadease y demasiado alborotado para atravesarlo a nado; no se columbraba ningún puente, y una barca, caso de haber dado con ella, se hubiera estrellado contra las rocas. A pesar de ello, el héroe entró decididamente en el río, afrontando la corriente.

Las lanzas que llevaba Jasón en las manos le impedían tropezar y al propio tiempo le señalaban el paso entre la aglomeración de las ocultas rocas, por más que, a cada instante, temía que el agua se lo llevase en compañía de los árboles arrancados de cuajo y de los restos de las cabras y de la vaca. Y el frío torrente seguía despeñándose por las escarpadas faldas del Olimpo, colérico y ronco, como si tuviese verdadero odio a Jasón. A medio camino, uno de los árboles, de que os he hablado más arriba, salió de su cárcel de rocas y se abalanzó sobre Jasón con todas sus ramas extendidas, como los cien brazos del gigante Briareo. Sin embargo, pasó con rapidez a su lado, sin tocarlo. Pero, casi en el mismo momento, hundióse su pie en la hendidura de una roca y quedó allí de tal suerte aprisionado que, con los esfuerzos para recobrar la libertad, perdió una de las sandalias de las cintas de oro.

Después de correr una larga distancia, llegó a una ciudad asentada al pie de una montaña, no muy lejos de la orilla del mar. Extramuros de la ciudad vio congregada una multitud, no sólo de hombres y mujeres, mas también de niños, luciendo todos sus mejores galas y al parecer disfrutando de un día de fiesta. La muchedumbre era más compacta en la playa, y Jasón, mirando en dirección al mar por encima de aquel sinnúmero de cabezas, vio una columna de humo que subía al cielo azul. Preguntó a un hombre el nombre de aquella ciudad y el porqué de aquel concurso inusitado.

-Éste es el reino de Yolcos -respondió el interpelado-, y nosotros somos los súbditos del rey Pelias. Nuestro monarca nos ha reunido aquí para que lo veamos sacrificar un toro negro a Neptuno que, según se dice, es el padre de Su Majestad. Allá está el rey, debajo del humo que se eleva del altar.

El hombre, mientras estaba hablando, examinaba con creciente curiosidad a Jasón, cuyos indumentos eran muy diferentes de los usados por los habitantes de Yolcos; era en extremo singular ver a un joven cubierto con una piel de leopardo y empuñando sus manos sendas lanzas. Jasón echó de ver también que su interlocutor observaba muy especialmente sus pies, uno de los cuales, como recordaréis, iba descalzo, al paso que el otro estaba cubierto por la sandalia de cintas de oro que había pertenecido a su padre.

-¡Mírale! ¡Mírale! -dijo el hombre a su vecino más próximo-. ¿No lo ves? ¡No lleva más que una sandalia! ¡No hay duda, es él!

Primero una persona, después otras, principiaron a fijarse en Jasón, y a todas parecía sorprenderles en gran manera su aspecto, pues miraban mucho más sus pies que cualquiera otra parte de su cuerpo. Además, se las oía cuchichear entre sí:

-¡Una sola sandalia! ¡El hombre con una sola sandalia! ¡Por fin, aquí lo tenemos! ¿De dónde ha venido9 ¿Qué pretende hacer? ¿Qué le dirá el rey al hombre de la sandalia?

El pobre Jasón estaba sumamente avergonzado y se persuadió de que el pueblo de Yolcos tenía una pésima educación, puesto que todos comentaban con tal persistencia una deficiencia accidental de su traje. Entretanto, fuese porque los empujones lo llevaron o porque deliberadamente Jasón se abrió paso entre la multitud, sucedió que no tardó en hallarse junto al altar donde el rey Pelias estaba sacrificando el toro negro. Los murmullos y voces de la gente, sorprendida por la aparición del mancebo del pie descalzo, subieron de tono hasta el punto de interrumpir la ceremonia; el rey, blandiendo el enorme cuchillo con el cual iba a degollar el toro, se volvió colérico y clavó la vista en Jasón, de quien se habían apartado algo los demás, dejándole aislado al lado del altar humeante, frente al rey.

-¿Quién eres? -preguntó éste, frunciendo el ceño de un modo espantoso-. ¿Cómo te atreves a causar este alboroto, mientras estoy sacrificando un toro negro a mi padre Neptuno?

-No es culpa mía -respondió Jasón-, sino que Tu Majestad debe atribuirla a la grosería de tus vasallos, que han puesto el grito en el cielo porque, debido a un accidente, voy con un pie descalzo.

Al oír estas palabras, el rey echó una mirada rápida y azorada a los pies de Jasón.

-¡Ah! -murmuró-; éste es, sin duda, el de la sandalia. ¿Qué puedo hacer con él?

Y apretaba con energía el enorme cuchillo, como si estuviese tentado de matar a Jasón en lugar del toro negro. El pueblo que lo rodeaba oyó, aunque confusamente, lo que dijo el rey y enseguida se oyó un murmullo unánime, que no tardó en convertirse en ensordecedor vocerío.

-¡El hombre con una sola sandalia ha llegado! ¡La profecía se ha de cumplir!

Bueno es que sepáis que, muchos años atrás, la encina parlante de Dodona había dicho al rey Pelias que un hombre calzado con una sola sandalia lo habría de derribar del trono. Por esta razón, había prohibido de un modo terminante que nadie compareciese ante su presencia sin llevar ambas sandalias fuertemente atadas al tobillo, y en su palacio tenía un oficial con la exclusiva obligación de examinar el calzado de todos sus súbditos y regalarles un par de sandalias nuevas cuando las que llevaban estuviesen algo deterioradas, corriendo el gasto por cuenta del real tesoro. Durante todo su reinado no había sentido el espanto que ahora le causaba la presencia de Jasón con su pie desnudo; mas, siendo por naturaleza valeroso y de corazón empedernido, no tardó en reponerse, para meditar sobre la mejor manera de deshacerse del temible desconocido de la única sandalia.

-Buen joven -dijo el rey Pelias, hablando con la mayor suavidad imaginable para que Jasón no recelase nada-: sé bienvenido a mi reino. A juzgar por tu traje, vienes de lejanas tierras, porque no es usanza de este país el vestirse de pieles de leopardo. ¿Quieres decirme cómo te llamas y dónde fuiste educado?

-Me llamó Jasón -contestó el joven extranjero-. Desde mi tierna infancia he vivido en la caverna del centauro Quirón. Él fue quien me instruyó, enseñándome la música y la equitación, el arte de curar las heridas y, al propio tiempo, el modo de producirlas con mis armas.

-He oído hablar de Quirón, el maestro de escuela -replicó el rey-, y del inmenso caudal de ciencia y sabiduría encerrado en su cabeza, a pesar de que ésta descansa en un cuerpo de caballo. Me place en gran manera tener en mi corte a uno de sus discípulos. Mas, a fin de que sepa hasta qué punto has sacado provecho de sus doctas lecciones, permite que te haga una sola pregunta.

-No quiero pasar por sabio -dijo Jasón-; pero pregunta lo que quieras, que yo responderé a tus preguntas lo mejor que pueda.

Ahora bien, lo que pretendía el astuto rey Pelias no era más que desconcertar al joven, logrando que dijese alguna cosa que causase su propio daño y su destrucción. Con una sonrisa repulsiva y perversa formuló la siguiente pregunta:

-Jasón: ¿qué harías si supieses que había en el mundo un hombre a cuyas manos hubieses de ir a parar y perecer? ¿Qué harías, si ese hombre estuviese delante de ti y en tu poder?

Jasón leyó en los ojos del rey su malicia y su perversidad, que no podían menos de dejarse entrever, y sin duda imaginó que Pelias había descubierto el objeto de su viaje e intentaba valerse de sus propias palabras, para perderle; no obstante, le repugnaba la falsía, y como príncipe recto y pundonoroso, resolvió hablar con la mayor veracidad. Puesto que el rey tenía a bien interrogarle y puesto que él le había prometido responder a su pregunta, no le quedaba otro remedio que decirle exactamente cuál sería el modo de proceder más prudente si tuviese la fortuna de tener a su peor enemigo en su poder.

En consecuencia, después de meditar breves momentos, habló así con voz firme y varonil:

-Mandaría a ese hombre a la conquista del Vellocino de Oro.

Habéis de saber que semejante empresa era más difícil y peligrosa que otra alguna en la Tierra. En primer lugar, exigía un larguísimo viaje por mares desconocidos. Apenas cabía la esperanza o posibilidad de que un joven se expusiese a tal aventura y volviese con el Vellocino de Oro, o ni siquiera con vida para contar sus trabajos. Es, pues, natural que los ojos de Pelias brillasen de satisfacción al pronunciar Jasón su respuesta.

-¡Dices bien, oh sabio de la única sandalia! -exclamó-. Ve, pues, y aunque arriesgues tu vida, tráeme el Vellocino de Oro.

-Iré -contestó Jasón sin desconcertarse-; y si no logro mi objeto, no temas que vuelva jamás a molestarte. Pero, si regreso a Yolcos con el trofeo de mi victoria, ¡oh, rey Pelias! te verás en la dura necesidad de bajar del trono y hacerme entrega del cetro y de la corona.

-Me obligo a ello -dijo el rey en tono sarcástico-. Entretanto, te los guardaré con el mayor cuidado.

La primera cosa que hizo Jasón al alejarse de la presencia del rey fue encaminarse hacia Dodona, para consultar a la encina parlante sobre lo qué debía hacer. Este árbol maravilloso se hallaba en el centro de un bosque antiquísimo. Su majestuoso tronco se elevaba a unos cien pies del suelo y su copa daba sombra a más de una fanegada de tierra. Bajo su inmensa bóveda Jasón alzó la cabeza para contemplar las verdes hojas y las nudosas ramas y el corazón mismo del árbol misterioso, y habló en alta voz, como si dirigiese la palabra a una persona oculta en el espeso follaje.

-¿Qué debo hacer para apoderarme del Vellocino de Oro'' preguntó.

Siguió a sus palabras un profundo silencio, no solamente bajo la copa de la encina parlante, sino también en toda la extensión de la desierta selva. Mas, al cabo de algunos momentos, las hojas del árbol principiaron a moverse y a murmurar, como si una ligera brisa las despertase, no obstante permanecer las hojas de los demás árboles completamente inmóviles. El rumor fue creciendo, hasta convertirse en las voces de un fuerte viento, y Jasón imaginó que distinguía algunas palabras, aunque de un modo muy confuso, porque cada una de las hojas del árbol parecía convertida en una lengua, y aquella infinidad de lenguas hablaban a la vez. Pero, la agitación fue en aumento de tal suerte, que no parecía sino que un huracán azotaba la encina, produciéndose un gran clamor con la reunión de miles y miles de sonidos producidos por las hojas que hablaban y se estremecían. Mas entonces, aquel clamor parecía a la vez el mugir del viento entre las ramas y una voz de bajo profundo que pronunciaba con la mayor claridad que pudiera esperarse de un árbol, las siguientes palabras:

-Ve a ver a Argos, el constructor de naves, y mándale construir una galera de cincuenta remos.

Luego, la voz se fue confundiendo entre los murmullos de las hojas agitadas, y murió gradualmente. Cuando no se percibía ya, Jasón casi dudaba de haber oído en realidad aquellas palabras, y temía que fuesen obra de su imaginación, que las había formado con el ruido ordinario que hace el viento al deslizarse por el follaje de un árbol.

Mas, al regresar a Yolcos y preguntar por Argos, se encontró con que en aquella ciudad vivía un individuo así llamado, peritísimo en la construcción de naves. Esto le probó que la encina había pronunciado claramente su nombre, porque, de lo contrario, ¿cómo hubiera él descubierto la existencia de tal personaje? Argos accedió gustoso a los ruegos de Jasón y convino con él en construir una galera tan grande que necesitase cincuenta robustos remeros, aun cuando no se hubiese visto en el mundo hasta aquella fecha una nave de semejante peso y capacidad. Sin perder tiempo, el carpintero en jefe y todos sus obreros y aprendices pusieron manos a la obra, y trabajando día y noche con la mayor diligencia, cortando y puliendo la madera y golpeando con sus martillos de un modo ensordecedor, lograron, al cabo, terminar la nave, que fue llamada Argos, dejándola en estado de ser botada al agua. Y como la encina parlante le había dado ya por vez primera un buen consejo, Jasón creyó que no estaría demás pedirle nuevas instrucciones. Fue, pues, a visitarla de nuevo, y acercándose a su tronco corpulento y rugoso, preguntó a la gran encina qué más debía hacer.

Esta vez no se produjo aquella agitación general en todo el follaje; mas, al cabo de un rato, observó Jasón que las hojas de una enorme rama, que extendía los brazos por encima de su cabeza, se movían, como si el viento las acariciase, sin turbar el reposo de las hojas de las otras ramas.

-Córtame -dijo la rama, en cuanto pudo hablar de un modo inteligible-. Córtame y haz de mí una escultura que adorne la proa de tu galera.

Jasón no se hizo decir dos veces estas palabras y, de conformidad con ellas, desgajó la rama del árbol. Un escultor vecino suyo se encargó de trabajarla; era un excelente artesano y había ya esculpido otras figuras de forma femenina, parecidas a las que vemos hoy en día en las proas de nuestras embarcaciones, con sus ojos enormes y abiertos, que no pestañean con el embate de las olas. Pero ocurrió un caso extraño: parecióle al escultor que un poder invisible guiaba su mano y su cincel, y que un arte muy superior al suyo daba forma a una figura que no hubiera siquiera soñado. Cuando la obra quedó concluida, resultó ser la imagen de una bellísima mujer. Cubría su cabeza un casco, por debajo del cual salían largos rizos que se esparcían por sus espaldas; en el brazo izquierdo llevaba un escudo, en cuyo centro estaba grabada, al parecer con vida, la cabeza de Medusa, con su cabellera de serpientes; extendía el brazo derecho como si señalase hacia delante. El rostro de la maravillosa estatua, aunque no pareciese enojado ni altanero, era, no obstante, tan grave y majestuoso, que quizá lo hubierais calificado de severo; en cuanto a su boca, parecía dispuesta a entreabrirse y pronunciar palabras de profunda sabiduría.

Jasón estaba entusiasmado con la escultura de madera, y no dejó en paz al escultor hasta que la tuvo completamente lista y colocada en el lugar en que, desde entonces hasta la fecha, imágenes análogas han servido de adorno; esto es, en la proa de la embarcación.

-Ahora -exclamó, contemplando el rostro augusto y sereno de la escultura-, fuerza será que vaya a consultar por tercera vez a la encina parlante.

-Ello no es necesario, Jasón -dijo una voz menos fuerte pero semejante al tono poderoso de la gran encina-. Cuando necesites un buen consejo, pídemelo.

Jasón no había apartado los ojos de la cara de la imagen mientras escuchaba estas palabras; mas, apenas podía creer lo que acababa de ver y oír. No obstante, era cosa cierta que los labios de madera se habían movido y, según toda apariencia, la voz había salido de la boca de la estatua. Pasado el primer momento de sorpresa, Jasón recordó que la imagen había sido tallada en la madera de la encina parlante y que, por consiguiente, no maravilla, sino cosa muy natural era que poseyese el don de la palabra. Lo contrario habría sido sumamente extraño. Ciertamente, Jasón era el hombre más afortunado del mundo, pudiendo llevar consigo el sabio tronco de madera durante el arriesgado viaje que iba a emprender.

-Dime, imagen maravillosa -exclamó Jasón-, puesto que has heredado la sabiduría de la encina parlante de Dodona, tu madre: dime dónde podré hallar cincuenta jóvenes valerosos que quieran encargarse de los remos de mi galera, que son otros tantos. Han de ser muchachos de brazo robusto y corazón sin miedo ante el peligro; de no ser así, jamás conquistaremos el Vellocino de Oro.

-Ve -contestó la estatua-, ve y reúne a todos los héroes de Grecia.

Verdaderamente, considerando la gran hazaña que se había de llevar a cabo, Jasón no podía recibir un consejo más sensato que el que le fue dado por la figura de la proa de su galera. Sin pérdida de tiempo, envió mensajeros a todas las ciudades y participó a la Grecia toda que el príncipe Jasón, hijo del rey Esón, iba a partir en busca del Vellocino de Oro y deseaba el auxilio de cuarenta y nueve de los más robustos y aguerridos jóvenes del mundo, para remar en su nave y compartir con él los riesgos de la expedición; Jasón en persona había de completar el número cincuenta.

Muchos de aquellos valientes donceles habían sido educados por Quirón, el pedagogo cuadrúpedo, y eran, por consiguiente, antiguos condiscípulos de Jasón, a quien tenían por un joven de talento. Estaba entre ellos el poderoso Hércules, cuyas espaldas sostuvieron luego los cielos; también formaban parte de la expedición los gemelos Castor y Pólux, de los cuales nadie pudo decir jamás que fuesen unos gallinas, a pesar de que habían sido empollados en un huevo: y también Teseo, famoso por haber dado muerte al Minotauro; y Linceo, dotado de su vista maravillosa, que lo mismo miraba a través de una rueda de molino, como contemplaba las entrañas de la tierra para descubrir los tesoros en ella escondidos; y también Orfeo, el mejor de los arpistas, que cantaba con tal suavidad, acompañándose de la lira, que las fieras se enderezaban sobre sus patas traseras y escuchaban su música con alegres ademanes. Aun más: cuando sus tonadas eran más animadas, las mismas rocas se deshacían de los lazos de musgo que las encadenaban, y los árboles de la selva se arrancaban a sí mismos de cuajo, y éstos y aquéllas, chocando entre sí, bailaban danzas campestres.

Otro de los remeros era una hermosa joven llamada Atalanta, que había sido criada en las montañas por una osa. La agraciada doncella tenía tal ligereza en los pies, que podía saltar de la espumosa cresta de una ola a la de otra, sin mojarse más que las suelas de sus sandalias. Había sido educada muy indómita y hablaba con frecuencia de los derechos de la mujer, mostrándose mucho más enamorada de la caza y de la guerra que de la aguja de coser. Pero, según mi modo de ver, los individuos más notables de la famosa compañía eran los dos hijos del Viento Norte, jóvenes sutiles, de carácter algo fanfarrón; tenían alas en las espaldas, y en días de calma podían hinchar los carrillos y soplar una brisa casi tan fresca como la enviada por su padre. No debo pasar por alto los profetas y augures que formaban parte de la tripulación, los cuales podían predecir los acontecimientos del día siguiente, o de los sucesivos, o de cien años después; pero casi siempre ignoraban, del modo más absoluto, lo presente.

Jasón nombró timonel a Tifis, por ser éste conocedor de las estrellas y de los caminos del mar, y puso a Linceo de guardia en la proa de la galera, porque podía ver a una jornada de distancia, aunque raras veces se daba cuenta de lo que tenía a dos palmos de narices. Por profundo que fuese el mar, Linceo podía decir exactamente qué clase de rocas o de arena cubrían su fondo; muchas veces, en lo sucesivo, advirtió a sus compañeros que estaban navegando por encima de tesoros naufragados; mas nadie se enriquecía con la noticia; a decir verdad, eran muy pocos los que daban crédito a sus afirmaciones.

Todo iba a pedir de boca; mas, cuando los cincuenta aventureros lo tenían todo preparado para el viaje, surgió una dificultad imprevista, que por poco lo hace imposible. Habéis de saber que la nave era tan larga, ancha y pesada, que los esfuerzos aunados de los cincuenta fueron inútiles para botarla al agua. Es de suponer que Hércules no había desarrollado todavía su fuerza prodigiosa porque, de poseerla, hubiera, sin duda, puesto la nave en el mar como un niño su barquito en un estanque. Por más que los cincuenta héroes golpeaban y empujaban, poniéndose muy colorados, no podían mover la embarcación una sola pulgada. Por fin, rindióles el cansancio y se sentaron en la playa, desconsolados en alto grado y convencidos de que habían de dejar allí la galera hasta que se carcomiese y cayese a pedazos, no teniendo más remedio que lanzarse a nado a la conquista del Vellocino de Oro o renunciar a él.

De pronto, Jasón pensó en la escultura milagrosa.

-¡Oh, hija de la encina parlante! -exclamó-, ¿cómo nos las hemos de componer para botar nuestra nave?

-Sentaos en los bancos -contestó la imagen, que sabía desde un principio lo que debía hacerse, pero había aguardado que se solicitase su consejo-; sentaos en los bancos y empuñad los remos, mientras Orfeo toca el arpa. Acto seguido, los cincuenta héroes subieron a bordo, y cogiendo los remos, los sostuvieron perpendicular-mente en el aire; entretanto, Orfeo pulsó el arpa, gustándole mucho más esta ocupación que la de remero. A la primera nota que produjo el instrumento, sintieron todos que la embarcación se estremecía. La música de Orfeo era muy alegre, y la galera se deslizó al momento hasta el mar, hundiendo de tal manera la proa en las aguas, que la escultura parlante bebió el agua salada con sus labios maravillosos y volvió a salir tan fresca como un cisne. Los jóvenes bajaron sus cincuenta remos, la blanca espuma bullía delante de la proa, las aguas se despertaron y abrieron paso, y Orfeo siguió tocando con tal animación que el barco parecía bailar a compás por encima de las olas. De este modo salió de puerto triunfal-mente la nave Argos, en medio de las aclamaciones y buenos deseos de todos, exceptuando el malvado Pelias, que la contemplaba desde un promontorio, maldiciéndola y deseando poder soplar sobre ella con toda la fuerza de sus pulmones la tempestad de odio que anidaba en su corazón, y así lograr que se fuese a pique.